Recuerdo algunos veranos en que durante unos días substituían a la raqueta y a los juegos, las labores de acondicionamiento de la casa. Fue así como aprendí a retejar, pero a la antigua usanza con paja, adobe y teja roja de cocción. Todo un acontecimiento subirse al tejado y divisar el campanario, todas las casas de la plaza y oír más cerca del cielo el peloteo en el frontón.
Mi condición de chica, hacía que los del pueblo no me tomaran en serio cuando me veían cargada de tejas o transportando carretillas. No había nacido para sentarme en la plaza con el vestido de los domingos como se requería de las señoritas de ciudad venidas al pueblo y verdaderamente lo agradezco.
Uno de aquellos días, mientras repasábamos la penúltima canal, se acercaron dos mayores emboinados y con bastón charlando animadamente. Vocearon a mi padre, preguntándole por la faena. Yo subía por la cuesta con agua fresca y no reconocí a ninguno de los dos paseantes, que saludaron educadamente. Me preguntaron de quién era y como yo tampoco estoy muy puesta en parentescos, no les supe dar razón. Pero ellos se identificaron y explicaron que hacía más de cuarenta años que no pisaban el pueblo y que un arrebato de melancolía los había arrastrado hasta allí.
La cosa se puso interesante cuando apareció en la conversación uno de los recuperados temas de nuestro pasado: "La guerra civil". El más hablador explicó su mayor secreto ( con orgullo contenido), durante su juventud había sido maqui. En aquel momento el significado de la palabra no era demasiado conocido para mi, pero después de aceptar un buen vaso de agua fresca, desgranó uno a uno todos los pormenores que su memoria le permitía.
Habló de la lucha en las montañas, de como bajaban al pueblo en las noches más oscuras, ocultos por la piel de algún animal o a veces viajaban escondidos en los rebaños por los prados, para recibir las ayudas de las familias o de gente que se movía por la causa o por otro lado robaban para comer y poder llevar algo a sus compañeros.
De como aquellos años fueron tortuosos lastres en sus vidas y de como muchos les abandonaban, bien porque cruzaban a Francia o bien porque los nacionales les fusilaban. De como se organizaban y repartían octavillas y como los montes se convirtieron en su casa.
La sonrisa y serenidad del hombre me emocionó, hablaba de unos hechos como quien habla de lo que pasó ayer por la tarde. Y no hay nada mejor que tener un testimonio vivo que te los explique casi, casi como si los estuvieras viviendo en ese momento. Como si los montes pudieran hablar a través de sus palabras. Buenos y malos momentos, tristes o injustos, justificados o perdidos.
Se hizo tarde y los dos abuelos se despidieron con un "hasta otro rato, quizás mañana" y nosotros seguimos trabajando.
Al día siguiente, una botella de agua fresca y dos vasos les estuvieron esperando durante toda la tarde, pero no aparecieron. Y me quedé con las ganas de continuar con su relato, con el lápiz y el papel preparado, que quedó en blanco.
A partir de ese momento me di cuenta de la importancia de la memoria de las personas mayores, de todas aquellas cosas que se perderán en el olvido y que nunca llegaremos a conocer, como la vida las ha ido cambiando. De que no importa el bando, sino las experiencias vividas y de como me gustaría algún día recorrer los pueblos y montañas de mi país, recogiendo algunas palabras de esos mayores, compartiendo tardes y un vaso de agua fresca en el zaguán.
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