Nicolás llegó al pequeño pueblo con su cuaderno de dibujo y
su mochila después de un largo e intenso viaje por Italia. El atardecer le
transportó por las diminutas y empinadas calles y decidió que se quedaría allí
unos días. La atmósfera y la calma le parecían propicias para acabar allí su
aventura antes de regresar a Barcelona, antes de retomar su vida en la ciudad,
de perderse en sus noches sin dormir y de someterse a la metódica rutina de una
cotidianidad censurada, que no le prometía nada nuevo.
Encontró un hostal regentado por una mujer de aspecto algo
curioso, con sus gafas de concha y una bufanda a rayas, indescriptible para un
mes de agosto sofocante como aquel.
―¿Viaja sólo?― le preguntó ―Aquí tenemos rincones
fantásticos para dibujar observando el cuaderno que descansaba encima del
mostrador de recepción.
Nicolás no se sorprendió y recorrió visualmente las paredes
de la entrada recubiertas de fotografías de plazas, de puertas, de ventanas con
flores y se sintió todavía más satisfecho de la elección por un momento.
Descargó la mochila en su habitación y se propuso una cena
frugal en algún establecimiento de la población.
Cuando salió del hostal la noche había cubierto las
calles y el aroma de jazmín y rosa deleitaba sus sentidos. Caminando se perdió.
De pronto al doblar una esquina, llegó a sus oídos la risa
de unos niños pero no alcanzó a percibir desde donde se emitía. Continuo
caminando y apresuró el paso para aproximarse y descubrir de donde provenían.
En la siguiente calle le pareció observar una luz blanca y pudo vislumbrar la
silueta de tres niños reales. Las figuras se movían dentro del haz de luz y
corrían hacía una plaza que se divisaba al fondo, al final de la calle.
Nicolás corrió en pos de aquella aparición, de aquella deslumbrante
luz. Cuando los niños llegaron ante la fuente se apoyaron en el reborde y asombrosamente se convirtieron en piedra, se fusionaron con la
estructura de la fuente y poco a poco la luz se fue apagando, mezclándose con
la noche, con una oscuridad que los engullo delicadamente.
Nicolás llegó ante la fuente y no pudo entender lo que había
sucedido. Paralizado extendió su brazo lentamente y aproximó su mano hacía el
conjunto de niños, piedra de carne. Al tocar sus cabezas sintió un calor, una
energía menguante que iba desapareciendo hasta devolverle solamente una
sensación de frío inesperado.
Se quedó allí quieto, contemplando la escena mucho rato.
No tenía a quien contar lo sucedido y acabó decidiendo
regresar al hostal para descansar e intentar dormir aunque ya sabía que sería casi imposible.
Por la mañana se instaló en el café de la esquina de la
plaza y cuál fue su asombro cuando los niños continuaban petrificados,
adheridos a la fuente en la misma posición en que los había dejado por la
noche.
Preguntó al camarero sobre la fuente pero no le supo dar
razón sobre la historia y lo más extraño, él sólo veía una fuente. No sabía sobre que niños le preguntaba.
No podía dejar de comprobar que continuaban en su sitio y
que de la fuente no brotaba ni una sola gota de agua.
Decidió recuperar su idea de disfrutar como un turista más y
se fue a recorrer el pueblo y los alrededores para aprovechar sus últimos días
sin olvidarse ni de la fuente ni de los niños.
Durante tres noches observó el idéntico espectáculo, cada
día las figuras se convertían en piedra y el misterio incrementaba su
curiosidad.
En su último día decidió actuar y se plantó a esperar
delante de la fuente justo en el sitio dónde los niños acababan su recorrido.
Al oír sus risas cercanas, el nerviosismo y el miedo se apoderó de la situación
y sólo pudo reaccionar cogiendo su cuaderno, abriéndolo como parapeto ante la
luz cegadora, blanca e intensa que se dirigía hacía él. A pesar de aquel terror que sentía, quería experimentar lo
que pasaba.
Todo sucedió muy rápido. El haz de luz lo envolvió junto a
los niños, sintió un calor intenso y luego nada. La oscuridad total llegó a la
plaza.
De la fuente empezó a brotar agua.
La niña recogió del suelo el cuaderno que descansaba al lado
de la fuente, tocó el agua limpia y fresca con la punta de sus pequeños dedos y
corrió hacía su madre que la esperaba sentada en la terraza del café de la
esquina.
Al llegar junto a la mesa abrió el cuaderno, contempló
curiosa los dibujos sobre paisajes y pueblos. Se paró en la hoja donde aparecía
una plaza con una fuente, a la que se reclinaban tres niños. Uno de los niños
dibujado se giró y le guiñó un ojo. Con una sonrisa le correspondió la niña mientras su madre la besaba en la frente.
Era un día sofocante, en un pueblo cualquiera de la campiña
francesa, en una plaza con una fuente de piedra, con un agua cristalina que
musicaba el momento junto al arrullo de
las palomas en una banda sonora de verano.
Una mujer con una bufanda a rayas cruzaba con un carrito de
la compra mientras la niña y su madre abandonaban la plaza.
― Mamá ¿ me puedo quedar el cuaderno? – preguntaba
la niña a su distraída madre.
Lo que no se imaginaba es que en la página siguiente, a la
que todavía no había llegado, se encontraba atrapado Nicolás, revolviéndose
desesperadamente por salir del cuaderno, mientras luchaba contra una luz
blanca.
Enhorabuena, Homeless, por esta inmersión en este tan difícil y agradecido género de los microrrelatos... No dejas de sorprendernos... Me ha encantado: ritmo adecuado, prosa precisa, estilo visual, narrativa evocadora, inclusión de lo mágico y fantástico, un tema apasionante, un título impagable... ¿una alegoría? Sigue así!!!
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