viernes, 18 de julio de 2008

LA CIUDAD DE LA MEDIA LUNA

Para Erbauer, suerte en esta nueva etapa

Sueño que estoy de nuevo en Estambul, en sus calles, en sus rincones, a la sombra de la media luna. Cinco años me separan de esta ciudad, cinco años después de aquella aventura que continúa en mi memoria, que me lleva a la ciudad de los alminares que conquistan y pueblan ese exquisito cielo.

No hay menor manera que tomar contacto con la ciudad que llegar de madrugada, de puntillas y dejarse empapar por el sonido de la llamada a la oración y el rumor de las conversaciones en las casas cercanas mezclado con el ruido de algún coche solitario.

Por la mañana con el amanecer coger un barco trasbordador en el puente de Galatta y subir por el Bósforo hasta el Mar Muerto para darse cuenta de la belleza que ocupa sus orillas: palacios, mansiones, casas coloniales, castillos y murallas (Dolmabache, Yedikude) y desde allí observar a tus espaldas el Cuerno de Oro con sus innumerables mezquitas (Suleyman, Azul, Risten Pasa, de la sultana Validé, la de Mirihmah). Bajarse en una población costera y probar el riquísimo pescado frito de algún restaurante casero y ya después de comer volver a la ciudad para deambular por las calles en busca de alguna historia que pueda llegar a ser narrada o explicada, de algún pedacito de vivencia que me transmitan unos ojos que se cruzan por un instante con los míos, ojalá las piedras me hablen.
La parte antigua o núcleo histórico esconde tantos rincones y tantos monumentos (Santa Sofía, Topkapi, San Salvador de Chora...).
En la plaza Atmeitan o del hipódromo donde se entrecruzan épocas romanas y egipcias con el más moderno de los tranvías, puedes adentrarte en las entrañas de la ciudad visitando la Cisterna de la Basílica. El silencio humano, la oscuridad velada y el sonido del agua te recogen del trasiego imparable de la ciudad. De vuelta a la superficie una visita obligatoria: el mercado de las especias. Infinidad de colores y olores inundan mi campo de visión y no puedo despegar mi dedo del disparador de la cámara.
Aunque más impresionante para mi fue encontrarme con el mercado semanal original de la ciudad, con sus paradas cargadas de nostalgia, las carnicerías y pescaderías ambulantes, el griterío, las mujeres de negro, los vendedores voceando.
Después volver al puerto para ver la puesta de sol incendiando el firmamento.
Y ya cuando ha anochecido, acercarse a la antigua estación del Orient Express, tomarse un raki o un té y ver a los derviches danzar con sus vestidos blancos, en círculos, contemplar ese ceremonial al compás de la música ritual sufi y meditar mientras intentas comprender esa danza, comprender esta ciudad.
Pero nada más lejos de la realidad, la noche no acaba aquí, en el barrio de Taksim, los jóvenes se divierten en actuales locales de copas que contrastan con la otra parte de la ciudad. Modernidad y tradición conviven en un clima de entendimiento.
El recuerdo de esa música, cargada de ritmo me devuelve de Oriente a Occidente. Y aunque hay que reconocer que es una ciudad como todas (o tal vez salió de algún cuento), con sus problemas, con sus atascos, con su pobreza, con su contaminación, con sus forofos futboleros, con sus rivalidades religiosas, con su pasado sangriento y accidentado, no deja de ser una joya.
Para mi una suerte llevarla siempre en el corazón.

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