Esa noche su suerte cambió. Un hombre se paró delante de él, le miró a los ojos, y, cuando sintió que su propio vacío era acariciado clandestinamente por aquellas notas condescendientes, en agradecimiento por aquel extraño bienestar le ofreció su tarjeta de visita. La tarjeta de una discográfica en la otra punta de la ciudad para un primer encuentro.
Meses después aquella canción se convertiría en un éxito. Una cuña publicitaria que lanzaría la tienda de muebles y que el portero del edificio-árbol escucharía cada mañana, al volver a sentarse delante de sus platos de líneas concéntricas en su comedor, mientras que la chica de la mochila desayunaría tres pisos más arriba, antes de salir a recorrer su ciudad.
Una mañana en particular el portero y la chica de la mochila cruzaron unos «buenos días» a la entrada del edificio. Los dos comprendieron que su vacío interior había establecido una relación compleja de reconocimiento y de respeto. Una conexión entre estos dos cuerpos invadidos por una nada que los iba consumiendo. Esta nueva sensación había vuelto a entristecer al portero.
La muchacha salió del edificio sin encontrar una explicación lógica a lo acontecido. Otra pregunta más que cargar en su mochila. Una nueva colección de porqués ensortijados. Finalmente subió por la avenida.
Se detuvo paralizada ante el escaparate de una tienda de muebles cuando reconoció reflejadas en el cristal, en las alturas, aquellas zapatillas con el mensaje: « Yo quiero llenar tu vacío»
Al volverse para situarlas descubrió que estaban colgadas en el cable telefónico que cruzaba la calle y por mucho que pensó cómo conseguirlas, la misión imposible que tenía ante ella, precipitó un nuevo desanimo.
Al volver la mirada al escaparate se percató de que había un anuncio pidiendo una dependienta para la tienda y entró allí, interpretando como una señal el segundo encuentro con las zapatillas. Una extraña entrevista con la encargada. Las dos, sentadas frente a frente, en una mesa servida con platos de líneas concéntricas que parecían hipnotizar a la entrevistadora, que hablaba pausadamente mientras tomaba café. La mujer le confirmó que el puesto era suyo en cinco minutos y tres segundos y que debería empezar a prueba esa misma tarde.
Y así fue cómo se puso a hacer, según órdenes de la encargada, un inventario exhaustivo por catalogo de las unidades en estoc. Se le hizo tarde, la falta de práctica y el desconocimiento del material con que trabajaba le jugaron una mala pasada y tuvo que alargar su jornada laboral, quería causar una buena impresión.
A las ocho y dos minutos cerró la tienda. Mientras acababa de revisar las últimas páginas, le pareció escuchar voces y se aproximó hacía el comedor muestra que estaba situado enfrente del escaparate. Una pareja compartía una agradable conversación sentados allí.
La muchacha se preguntaba cómo había sucedido, cómo habían entrado. Miró hacía el exterior y vio a su portero (esto la llevó a recordar la sensación de vacío que les unía, ese sentimiento contrapuesto a su necesidad más crucial, a esa incansable búsqueda de preguntas con las que llenar su mochila) aquel hombre al que había saludado esa misma mañana.
Ella se acercó y les preguntó si podían marcharse porque ya había cerrado la tienda y les acompañó hasta la salida. Se despidieron en la puerta y al poco ella también se fue a casa mientras el portero proseguía su paseo nocturno sin despedirse.
A la mañana siguiente la muchacha volvió a coincidir con el portero en la entrada del edificio.
Se saludaron y él le comentó que la había visto la noche anterior junto a aquellas personas en la tienda. Ella le respondió diciéndole que ahora trabajaba allí y volvió a sentir esa sensación que residía en su interior; el magnetismo hacía aquel hombre; hacía ese intangible que no podía capturar para meter en su mochila; hacía un vacío que se comunicaba con el suyo en un afán de explicarse mutuamente lo que no se puede explicar. Y al mismo tiempo se sintió tranquila..
Fue un día extraño, las zapatillas desaparecieron del cable telefónico, la gente entraba a preguntar por el comedor-muestra en oferta, la sintonía del chico de la guitarra no dejaba de sonar en el hilo musical, el cielo gris recortado por los edificios de la avenida y unas palomas que revoloteaban en el edificio-árbol buscando un balcón deshabitado dónde reposar.
A la hora de cerrar la muchacha bajó la persiana y fue a sentarse en una de las sillas del comedor-muestra, delante de aquellos platos de líneas concéntricas que simulaban cruzarse, enredarse como las preguntas de su mochila, puestas en boca de los personajes que aparecieron a su lado. La pareja del día anterior volvió a comparecer allí, en la mesa. La mujer servía tres tazas de café mientras las preguntas que la muchacha había guardado tanto tiempo en su mochila salían de su boca. No lo podía creer, era una situación extraordinaria que no lograba entender. Escuchar aquellas preguntas le hizo caer en la cuenta de que nunca se había preocupado de buscar respuestas. Las preguntas la llegaron a apabullar de tal manera que la situación empezó a hacerse insoportable, aquellas frases que se repetían una y otra vez en boca de aquellos acompañantes, en aquella mesa, en aquel comedor, en aquella tienda, en aquel barrio, en aquella ciudad. La muchacha salió por la puerta de la tienda sin dirección concreta y se encontró con el portero que le entregó las zapatillas que había visto colgadas en el cable telefónico. No dijo nada sólo la miró en un intento de hacerle entender su mensaje.
continuará...
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