viernes, 9 de abril de 2010

PAISAJES DE CIUDAD: ESCENA VII (PRIMERA PARTE)

Ella miraba el plato vacío, recorría mentalmente las líneas concéntricas que decoraban la porcelana en las que nunca antes había puesto atención. Se recreaba en los colores que dibujaban carreteras. Carriles de autopista de doble dirección hacía ningún lugar en un intento de perpetuarse en las mentes de aquellos que gozan contemplándolas.
Él se mordía el labio inferior insistentemente. Jugaba con los cubiertos. Inspeccionaba su inconsciente buscando más palabras para recomponer la escena. Todo estaba dicho: el intercambio de agravios y puñales verbales había durado diez minutos y siete segundos. No quedaba nada para compartir y el postre se convirtió en un agrio fracaso bañado en chocolate fondant.
¿Qué les llevó a ese final? ¿Qué provocó la tormenta de manifestaciones estereotipadas? ¿Cómo se rompió esa velada?
Ella se levantó silenciosamente de la mesa, compuso su falda. Recogió los platos y el desgobierno de sus sentimientos.
Él permaneció sentado, ofuscado, nunca fue un goleador capaz de aprovechar las oportunidades.
De pronto algo les hizo percatarse de una presencia.
Al levantar la vista y mirar hacía el exterior les sorprendió el aplauso mudo de un transeúnte que miraba hacía el interior del escaparate.
Él se levantó, bajó la persiana, apagó la lámpara. Los dos salieron del comedor-muestra de la tienda ocultando su reacción hacía aquella imprevista interrupción.
El transeúnte continuó su camino con paso relajado y entró en un edificio de tres plantas decorado por el dibujo de un frondoso árbol desde la copa que ocupaba los pisos superiores y se extendía por los balcones hasta las raíces que iban a desaparecer en el suelo, cerca de la portería y que parecían adentrarse en la tierra sosteniendo la estructura del inmueble. Abrió la puerta de su vivienda y encendió la luz. Se trataba de un comedor igual al comedor-muestra de la tienda de muebles donde se había detenido.
Se dirigió a la cocina y sacó del armario dos platos que depositó en la mesa y se sentó ante ellos.
Miró los platos vacíos, recorrió mentalmente las líneas concéntricas que decoraban la porcelana, en las que tantas veces se había recreado y se sintió por un momento acongojado, atrapado en una situación recurrente. En la silla de enfrente un vacío inclasificable, deshonesto, impenetrable que le transportaba a una incomodidad de diván de terapeuta.
Sólo silencio amortajado por un no-saber qué decir, a quién hablar.
El hombre se giró, buscó en el exterior a través de la oscuridad de la terraza una presencia.
Se levantó entristecido, corrió las cortinas. Apagó la luz de la lámpara y salió del comedor.
Pocos minutos más tarde la casa del portero se estremeció.
El habitante eléctrico subterráneo de la ciudad se desplazaba por su camino de hierro y producía un efecto multiplicador de su movimiento que se transmitía a la superficie. El convoy del metro transportaba personas y minimizaba los largos espacios entre paradas para regalarles a sus vidas un poco más de tiempo. Ese tiempo que sólo trasciende para quienes saben lo que buscan. El tiempo de su tiempo.
En una de esas estaciones se bajó del vagón una muchacha cargada con una pesada mochila azul. En aquella mochila guardaba debilidades inmateriales, recuerdos y preguntas, sobretodo preguntas inconsolables que iba arrastrando en un acopio de circunstancias comprimidas, de forcejeos con un mundo de dudas y de porqués.
Recorrió el andén, subió por la escalera mecánica preguntándose cuándo acabaría su camino, speregrinación por las diferentes estaciones de su vida sin encontrar un final de trayecto esperado. Un final o quizás un retorno al punto de partida, un nuevo camino retroalimentado por las paradas por las que ya había pasado.
Mientras se dirigía hacía la salida, en el pasillo de trasbordo, vio un cartel de una tienda de muebles e imaginó que algún día ella poseería ese comedor allí representado, con todos aquellos complementos que artificialmente facilitaban la vida. Pero poco a poco se dio cuenta de que todas sus esperanzas iban siendo minadas por una realidad triste que impregnaba su cotidianeidad y se decepcionó pensando que ese espacio, ese bonito comedor, nunca llenaría aquel vacío que ocupaba su cuerpo, que invadía su intimidad, que desdibujaba un paisaje interior recompuesto varias veces.
Se paró a atarse los cordones de una de sus botas que se pisaba descuidadamente a cada paso. En ese momento pasó junto a ella un chico que cargaba una guitarra.
La mirada de la muchacha se paseó por las zapatillas de aquel chico y quedó absorta, golpeada por la imagen que registraban sus ojos, contemplando el mensaje pintado con rotulador plata, que se podía leer sobre la superficie de tela en letras mayúsculas: «YO QUIERO LLENAR TU VACÍO»
La muchacha se incorporó rápidamente tras unos segundos de shock y trató de localizar al propietario de las zapatillas, de aquellos pies enfundados en tesoros escritos. No halló a nadie. Los pasillos vacíos y callados la rodeaban.
La muchacha salió del metro y siguió caminando lentamente hacía su casa. Un edificio de tres plantas decorado por el dibujo de un frondoso árbol desde la copa hasta las raíces en mitad de una gris avenida flanqueada por edificios antiguos y torres cenicientas del siglo pasado.
El chico de la guitarra acabó de cruzar el vestíbulo. Sabía que esa noche su público se iba a limitar a unas cuántas almas trasnochadas que pasarían por el pasillo como muñecos articulados sin, ni tan siquiera, percatarse de su presencia.
Él sabía que su música era capaz de llenar el vacío de los cuerpos asaltados por la molestia de la rutina más enclaustrante, su música podía redimir sus aflicciones, reconfortar sus miedos y plantear toda una serie de placeres sensoriales irreconocibles por todos aquellos que no compartían su historia musical, su bagaje retrospectivo. Qué sabe el mundo de los sentimientos que se atesoran en el ánimo de los creadores universales.
Se situó delante del cartel del comedor-muestra, depositó su gorra en el suelo, desenfundó su guitarra, miró al techo y comenzó a tocar su canción: «Yo quiero llenar tu vacío»

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