Sembla que aquest abril acaba una mica accidentat pels meus territoris i potser aquesta cançó de la retornada Julieta Venegas, em porti millors vibracions.
Si pudiera yo tenerte aqui
hablandome de nada
y cuándo más y cuando más
seguro es lo que me falta
si pudiera recuperar
lo que no me tocó porque ya no hay
porque llegue muy tarde seguro es por ahi
Tiempo suficiente me falta cada vez
vida suficiente me falta otra vez
Si solo tuviera un lugar
para expresar mi necesidad
y alguien escuchar lo que tengo aqui
eso sería si tuviera el respeto de quienes
no me toman en cuenta
si solo vieran de lo que soy capaz
es eso lo que me falta
seguro así sería felíz
Tiempo suficiente me falta cada vez
vida suficiente me falta otra vez
Si solo tuviera el color
de quienes parecen disfrutar
si él mismo me pintara a mi
parece es por ahí
seguro seria feliz...
si pudiera recuperar....
si solo tuviera un lugar
No sé que hago aquí, en este mundo virtual.Quizás un reto. sólo me puedo definir como un ser en constante movimiento, callejeando por la vida.¿A dónde me llevará? Tampoco lo sé.Pero ya lo acabaré descubriendo.
domingo, 25 de abril de 2010
jueves, 22 de abril de 2010
MANUAL PARA EXPLORADORES EN CITAS A CIEGAS
- renovar el armario: acabar con la sobriedad de colores oscuros, ropas desatinadas y comprar colores dinámicos que rejuvenecen pero sin caer en la tentación de volver a sentirse con quince años.
- dejar en casa los complejos, limitan las oportunidades.
- emanciparse de los bolsos tamaño XL.
- ir siempre luciendo la mejor de tus sonrisas, aunque no seas un chica “natural blonde” y siempre, siempre con un: “Perdón” ante preguntas o comentarios que dan pie a una conversación agradable.
- no dejarse atrapar por maquillajes de salón señorita Peppy’s, lo natural denota que no hay nada que esconder.
- volver a ir al gimnasio, por lo menos dos veces por semana, o quien dice: correr, bailar, nadar… la forma física aunque digan que no, importa.
- dualizar o colectivizar tus propuestas.
- no desarmarse ante un “señor” o “señora”: tener siempre a punto una replica ácida: “¿señor?, pero si nací hace dos días”.
- mentalizarse de que quizás la persona a la cual cautivemos no se acabe convirtiendo más que en un amigo para quedar de vez en cuando. A veces una amistad lleva a otra.
- no desanimarse, es una prueba de fondo, el caminante sabe siempre lo importante que es disfrutar del camino y de las etapas.
- dejarse fascinar por la vida.
- proponerse olvidar los miedos y las inseguridades vacías.
- desdramatizar los motivos que nos impedían comunicarnos.
- y sobretodo, sobretodo dejarse ver, pasearse. Visitar cafés, bares y hacerse visible ante los ojos de otros exploradores en citas a ciegas y no tener nunca prisa.
- dejar en casa los complejos, limitan las oportunidades.
- emanciparse de los bolsos tamaño XL.
- ir siempre luciendo la mejor de tus sonrisas, aunque no seas un chica “natural blonde” y siempre, siempre con un: “Perdón” ante preguntas o comentarios que dan pie a una conversación agradable.
- no dejarse atrapar por maquillajes de salón señorita Peppy’s, lo natural denota que no hay nada que esconder.
- volver a ir al gimnasio, por lo menos dos veces por semana, o quien dice: correr, bailar, nadar… la forma física aunque digan que no, importa.
- dualizar o colectivizar tus propuestas.
- no desarmarse ante un “señor” o “señora”: tener siempre a punto una replica ácida: “¿señor?, pero si nací hace dos días”.
- mentalizarse de que quizás la persona a la cual cautivemos no se acabe convirtiendo más que en un amigo para quedar de vez en cuando. A veces una amistad lleva a otra.
- no desanimarse, es una prueba de fondo, el caminante sabe siempre lo importante que es disfrutar del camino y de las etapas.
- dejarse fascinar por la vida.
- proponerse olvidar los miedos y las inseguridades vacías.
- desdramatizar los motivos que nos impedían comunicarnos.
- y sobretodo, sobretodo dejarse ver, pasearse. Visitar cafés, bares y hacerse visible ante los ojos de otros exploradores en citas a ciegas y no tener nunca prisa.
martes, 20 de abril de 2010
LA ISLA INTERIOR
Entré en el cine Alexandra con ganas de conocer el conflicto de la esquizofrenia desde más cerca, de meterme en las vidas de una familia que padece este transtorno y me encontré con una buena interpretación, formidable diría yo, de sus actores (Candela Peña, Alberto San Juan,Cristina Marcos, Geraldine Chaplin entre otros…) pero con una película corta y distante. Una historia bien planteada, pero un guión (Félix Sabroso y Dúnia Ayaso) que pide más y con secuencias no del todo resueltas por la directora.
Con la sensación de un encuentro atípico con una realidad que no conmueve, o quizás no te hace reaccionar en el sentido que uno busca. Y para mí, sobretodo, que busco personajes que puedan ser aprovechados en mis escritos.
Otras veces tengo que reconocer que estoy en acuerdo con la crítica, en este caso sólo le puedo dar un 6, por la calidad de la interpretación de los personajes y por la historia.
Con la sensación de un encuentro atípico con una realidad que no conmueve, o quizás no te hace reaccionar en el sentido que uno busca. Y para mí, sobretodo, que busco personajes que puedan ser aprovechados en mis escritos.
Otras veces tengo que reconocer que estoy en acuerdo con la crítica, en este caso sólo le puedo dar un 6, por la calidad de la interpretación de los personajes y por la historia.
sábado, 17 de abril de 2010
ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS
Una vez más Tim Burton nos demuestra que sus películas están cargadas de elementos fantásticos insuperables y que sus actores fetiche lo dan todo para conseguir un resultado excelente y sorprendente.
En esta nueva versión de Alícia en el país de las Maravillas no defrauda y nos devuelve a la siempre duda sobre la actuación de Alícia, sobre lo que es real y no, sobre como se debe actuar.
¿Cuántas Alicias conocemos en este mundo?
Esta vezl le doy un 8 para no dejarme llevar por favoritismos expresos.
En esta nueva versión de Alícia en el país de las Maravillas no defrauda y nos devuelve a la siempre duda sobre la actuación de Alícia, sobre lo que es real y no, sobre como se debe actuar.
¿Cuántas Alicias conocemos en este mundo?
Esta vezl le doy un 8 para no dejarme llevar por favoritismos expresos.
martes, 13 de abril de 2010
PAISAJES DE CIUDAD: ESCENA VII.FINAL
Las cogió decidida, abandonó su mochila y corrió hasta el abrigo de la boca del metro. Bajó las escaleras y oyó a un músico tocar al fondo, en el pasillo de trasbordo.
El chico de la guitarra tocaba, una noche más, su canción. Había regresado al lugar dónde sus creaciones se convertían en pequeñas obras de arte, dónde su música obtenía un cálido reconocimiento. Esa noche, su canción, tenía un intencionado tono melancólico, tocaba desgarrando las palabras.
La chica caminó hacía a él, se paró, le miró a los ojos y le extendió las zapatillas.
El chico, asombrado, dejó de tocar y la muchacha le susurró al oído: «Por favor, llena mi vacío»
El portero prosiguió su paseo y luego al llegar junto al escaparate se quedó quieto, observando ensimismado a la pareja de la tienda de muebles. El hombre desde el interior le vio y le invitó con señas a tomar una taza de café con ellos dirigiéndose hacía la puerta para dejarle entrar.
El portero dudó un momento, no quería sucumbir a los caprichos de su imaginación pero entró. Siguió al otro hombre hasta el comedor-muestra dónde saludó a la mujer que ya le servía el café.
Se sentó delante de uno de aquellos platos de líneas concéntricas que tan bien conocía y se relajó. Ahora formaba parte de la escena, de aquella escena que había contemplado tantas veces desde fuera pero con una gran diferencia: estaba dentro y ya no sentía aquel vacío que le molestaba al regresar a casa cada noche, que le aprisionaba.
Continuaron charlando los tres. La noche los arropó distanciándolos de todo.
Una suave lluvia tapizó el suelo de la avenida mientras el edificio-árbol pareció cobrar vida. Sus hojas se tiñeron de un color verde esmeralda, brillando intensamente en la oscuridad, peinadas por el viento.
Los pasos de unos nuevos observadores, de una pareja, se aproximaron hasta el escaparate y se parapetaron en él para refugiarse del incipiente chubasco.
Aprovechando la situación ella se fijó, ilusionada, en el comedor-muestra, que iluminado por un gran foco, destacaba en la tienda cerrada y óscura. Él observaba el comedor pensando en la manera de abandonarla, de separarse de aquella mujer que estaba ensimismada en el escaparate mientras un vacío ocupaba su cuerpo y se refugiaba en la escena que se producía en ese instante delante de él. Aquellos tres personajes que tomaban café distraidamente dentro de la tienda.
La mujer observó a su pareja absorta en el escaparate y le preguntó:
— ¿Qué miras?. Te ha gustado ese comedor.
El hombre tras una breve reflexión, intentando asimilar su situación comprometida, asfixiante, reflejada virtualmente en el escaparate, delante de aquel futuro al que no quería pertenecer, al que no quería enfrentarse le contestó:
—A esa pareja de dentro.
El chico de la guitarra tocaba, una noche más, su canción. Había regresado al lugar dónde sus creaciones se convertían en pequeñas obras de arte, dónde su música obtenía un cálido reconocimiento. Esa noche, su canción, tenía un intencionado tono melancólico, tocaba desgarrando las palabras.
La chica caminó hacía a él, se paró, le miró a los ojos y le extendió las zapatillas.
El chico, asombrado, dejó de tocar y la muchacha le susurró al oído: «Por favor, llena mi vacío»
El portero prosiguió su paseo y luego al llegar junto al escaparate se quedó quieto, observando ensimismado a la pareja de la tienda de muebles. El hombre desde el interior le vio y le invitó con señas a tomar una taza de café con ellos dirigiéndose hacía la puerta para dejarle entrar.
El portero dudó un momento, no quería sucumbir a los caprichos de su imaginación pero entró. Siguió al otro hombre hasta el comedor-muestra dónde saludó a la mujer que ya le servía el café.
Se sentó delante de uno de aquellos platos de líneas concéntricas que tan bien conocía y se relajó. Ahora formaba parte de la escena, de aquella escena que había contemplado tantas veces desde fuera pero con una gran diferencia: estaba dentro y ya no sentía aquel vacío que le molestaba al regresar a casa cada noche, que le aprisionaba.
Continuaron charlando los tres. La noche los arropó distanciándolos de todo.
Una suave lluvia tapizó el suelo de la avenida mientras el edificio-árbol pareció cobrar vida. Sus hojas se tiñeron de un color verde esmeralda, brillando intensamente en la oscuridad, peinadas por el viento.
Los pasos de unos nuevos observadores, de una pareja, se aproximaron hasta el escaparate y se parapetaron en él para refugiarse del incipiente chubasco.
Aprovechando la situación ella se fijó, ilusionada, en el comedor-muestra, que iluminado por un gran foco, destacaba en la tienda cerrada y óscura. Él observaba el comedor pensando en la manera de abandonarla, de separarse de aquella mujer que estaba ensimismada en el escaparate mientras un vacío ocupaba su cuerpo y se refugiaba en la escena que se producía en ese instante delante de él. Aquellos tres personajes que tomaban café distraidamente dentro de la tienda.
La mujer observó a su pareja absorta en el escaparate y le preguntó:
— ¿Qué miras?. Te ha gustado ese comedor.
El hombre tras una breve reflexión, intentando asimilar su situación comprometida, asfixiante, reflejada virtualmente en el escaparate, delante de aquel futuro al que no quería pertenecer, al que no quería enfrentarse le contestó:
—A esa pareja de dentro.
LUZ DE LUCIÉRNAGAS
Ya la tengo en mis manos, la primera novela publicada de Edson Lechuga, o mejor dicho uno de los escritores mexicanos que marcaran criterio en la literatura contemporánea.
Fue ayer en la Cripta de La Central, Elisabets 6, en una sala abarrotada (me tuve que conformar con un asiento en las escaleras) donde arropado por Lolita Bosch y Pablo Raphael, el escritor nos doy a conocer a su primer hijo literario.
La emoción me traspasa y no puedo sobreponerme al ver allí en el expositor de la librería junto a otras novelas, entre semejantes por fin, reposa “Luz de luciérnagas”.
No voy a contarles de que trata, la conocí antes, cuando era un magnífico manuscrito y su autor me concedió el privilegio de gozarla.
Sólo invitarles a leerla, releerla y sentir la literatura en estado puro, vivir a su protagonista y vibrar con ese lenguaje, esas palabras, esa historia que conmueve al espíritu.
Mucha suerte Edson, que tu prosa encandile y que la vida te de muchas más noches de presentaciones tan hermosas como esta.
Los que hemos compartido un pedacito de tu andadura sabemos que el esfuerzo ha sido recompensado y que la literatura se dejará acariciar siempre por tu pluma y tu buen hacer.
lunes, 12 de abril de 2010
PAISAJES DE CIUDAD: ESCENA VII. SEGUNDA PARTE
Esa noche su suerte cambió. Un hombre se paró delante de él, le miró a los ojos, y, cuando sintió que su propio vacío era acariciado clandestinamente por aquellas notas condescendientes, en agradecimiento por aquel extraño bienestar le ofreció su tarjeta de visita. La tarjeta de una discográfica en la otra punta de la ciudad para un primer encuentro.
Meses después aquella canción se convertiría en un éxito. Una cuña publicitaria que lanzaría la tienda de muebles y que el portero del edificio-árbol escucharía cada mañana, al volver a sentarse delante de sus platos de líneas concéntricas en su comedor, mientras que la chica de la mochila desayunaría tres pisos más arriba, antes de salir a recorrer su ciudad.
Una mañana en particular el portero y la chica de la mochila cruzaron unos «buenos días» a la entrada del edificio. Los dos comprendieron que su vacío interior había establecido una relación compleja de reconocimiento y de respeto. Una conexión entre estos dos cuerpos invadidos por una nada que los iba consumiendo. Esta nueva sensación había vuelto a entristecer al portero.
La muchacha salió del edificio sin encontrar una explicación lógica a lo acontecido. Otra pregunta más que cargar en su mochila. Una nueva colección de porqués ensortijados. Finalmente subió por la avenida.
Se detuvo paralizada ante el escaparate de una tienda de muebles cuando reconoció reflejadas en el cristal, en las alturas, aquellas zapatillas con el mensaje: « Yo quiero llenar tu vacío»
Al volverse para situarlas descubrió que estaban colgadas en el cable telefónico que cruzaba la calle y por mucho que pensó cómo conseguirlas, la misión imposible que tenía ante ella, precipitó un nuevo desanimo.
Al volver la mirada al escaparate se percató de que había un anuncio pidiendo una dependienta para la tienda y entró allí, interpretando como una señal el segundo encuentro con las zapatillas. Una extraña entrevista con la encargada. Las dos, sentadas frente a frente, en una mesa servida con platos de líneas concéntricas que parecían hipnotizar a la entrevistadora, que hablaba pausadamente mientras tomaba café. La mujer le confirmó que el puesto era suyo en cinco minutos y tres segundos y que debería empezar a prueba esa misma tarde.
Y así fue cómo se puso a hacer, según órdenes de la encargada, un inventario exhaustivo por catalogo de las unidades en estoc. Se le hizo tarde, la falta de práctica y el desconocimiento del material con que trabajaba le jugaron una mala pasada y tuvo que alargar su jornada laboral, quería causar una buena impresión.
A las ocho y dos minutos cerró la tienda. Mientras acababa de revisar las últimas páginas, le pareció escuchar voces y se aproximó hacía el comedor muestra que estaba situado enfrente del escaparate. Una pareja compartía una agradable conversación sentados allí.
La muchacha se preguntaba cómo había sucedido, cómo habían entrado. Miró hacía el exterior y vio a su portero (esto la llevó a recordar la sensación de vacío que les unía, ese sentimiento contrapuesto a su necesidad más crucial, a esa incansable búsqueda de preguntas con las que llenar su mochila) aquel hombre al que había saludado esa misma mañana.
Ella se acercó y les preguntó si podían marcharse porque ya había cerrado la tienda y les acompañó hasta la salida. Se despidieron en la puerta y al poco ella también se fue a casa mientras el portero proseguía su paseo nocturno sin despedirse.
A la mañana siguiente la muchacha volvió a coincidir con el portero en la entrada del edificio.
Se saludaron y él le comentó que la había visto la noche anterior junto a aquellas personas en la tienda. Ella le respondió diciéndole que ahora trabajaba allí y volvió a sentir esa sensación que residía en su interior; el magnetismo hacía aquel hombre; hacía ese intangible que no podía capturar para meter en su mochila; hacía un vacío que se comunicaba con el suyo en un afán de explicarse mutuamente lo que no se puede explicar. Y al mismo tiempo se sintió tranquila..
Fue un día extraño, las zapatillas desaparecieron del cable telefónico, la gente entraba a preguntar por el comedor-muestra en oferta, la sintonía del chico de la guitarra no dejaba de sonar en el hilo musical, el cielo gris recortado por los edificios de la avenida y unas palomas que revoloteaban en el edificio-árbol buscando un balcón deshabitado dónde reposar.
A la hora de cerrar la muchacha bajó la persiana y fue a sentarse en una de las sillas del comedor-muestra, delante de aquellos platos de líneas concéntricas que simulaban cruzarse, enredarse como las preguntas de su mochila, puestas en boca de los personajes que aparecieron a su lado. La pareja del día anterior volvió a comparecer allí, en la mesa. La mujer servía tres tazas de café mientras las preguntas que la muchacha había guardado tanto tiempo en su mochila salían de su boca. No lo podía creer, era una situación extraordinaria que no lograba entender. Escuchar aquellas preguntas le hizo caer en la cuenta de que nunca se había preocupado de buscar respuestas. Las preguntas la llegaron a apabullar de tal manera que la situación empezó a hacerse insoportable, aquellas frases que se repetían una y otra vez en boca de aquellos acompañantes, en aquella mesa, en aquel comedor, en aquella tienda, en aquel barrio, en aquella ciudad. La muchacha salió por la puerta de la tienda sin dirección concreta y se encontró con el portero que le entregó las zapatillas que había visto colgadas en el cable telefónico. No dijo nada sólo la miró en un intento de hacerle entender su mensaje.
continuará...
Meses después aquella canción se convertiría en un éxito. Una cuña publicitaria que lanzaría la tienda de muebles y que el portero del edificio-árbol escucharía cada mañana, al volver a sentarse delante de sus platos de líneas concéntricas en su comedor, mientras que la chica de la mochila desayunaría tres pisos más arriba, antes de salir a recorrer su ciudad.
Una mañana en particular el portero y la chica de la mochila cruzaron unos «buenos días» a la entrada del edificio. Los dos comprendieron que su vacío interior había establecido una relación compleja de reconocimiento y de respeto. Una conexión entre estos dos cuerpos invadidos por una nada que los iba consumiendo. Esta nueva sensación había vuelto a entristecer al portero.
La muchacha salió del edificio sin encontrar una explicación lógica a lo acontecido. Otra pregunta más que cargar en su mochila. Una nueva colección de porqués ensortijados. Finalmente subió por la avenida.
Se detuvo paralizada ante el escaparate de una tienda de muebles cuando reconoció reflejadas en el cristal, en las alturas, aquellas zapatillas con el mensaje: « Yo quiero llenar tu vacío»
Al volverse para situarlas descubrió que estaban colgadas en el cable telefónico que cruzaba la calle y por mucho que pensó cómo conseguirlas, la misión imposible que tenía ante ella, precipitó un nuevo desanimo.
Al volver la mirada al escaparate se percató de que había un anuncio pidiendo una dependienta para la tienda y entró allí, interpretando como una señal el segundo encuentro con las zapatillas. Una extraña entrevista con la encargada. Las dos, sentadas frente a frente, en una mesa servida con platos de líneas concéntricas que parecían hipnotizar a la entrevistadora, que hablaba pausadamente mientras tomaba café. La mujer le confirmó que el puesto era suyo en cinco minutos y tres segundos y que debería empezar a prueba esa misma tarde.
Y así fue cómo se puso a hacer, según órdenes de la encargada, un inventario exhaustivo por catalogo de las unidades en estoc. Se le hizo tarde, la falta de práctica y el desconocimiento del material con que trabajaba le jugaron una mala pasada y tuvo que alargar su jornada laboral, quería causar una buena impresión.
A las ocho y dos minutos cerró la tienda. Mientras acababa de revisar las últimas páginas, le pareció escuchar voces y se aproximó hacía el comedor muestra que estaba situado enfrente del escaparate. Una pareja compartía una agradable conversación sentados allí.
La muchacha se preguntaba cómo había sucedido, cómo habían entrado. Miró hacía el exterior y vio a su portero (esto la llevó a recordar la sensación de vacío que les unía, ese sentimiento contrapuesto a su necesidad más crucial, a esa incansable búsqueda de preguntas con las que llenar su mochila) aquel hombre al que había saludado esa misma mañana.
Ella se acercó y les preguntó si podían marcharse porque ya había cerrado la tienda y les acompañó hasta la salida. Se despidieron en la puerta y al poco ella también se fue a casa mientras el portero proseguía su paseo nocturno sin despedirse.
A la mañana siguiente la muchacha volvió a coincidir con el portero en la entrada del edificio.
Se saludaron y él le comentó que la había visto la noche anterior junto a aquellas personas en la tienda. Ella le respondió diciéndole que ahora trabajaba allí y volvió a sentir esa sensación que residía en su interior; el magnetismo hacía aquel hombre; hacía ese intangible que no podía capturar para meter en su mochila; hacía un vacío que se comunicaba con el suyo en un afán de explicarse mutuamente lo que no se puede explicar. Y al mismo tiempo se sintió tranquila..
Fue un día extraño, las zapatillas desaparecieron del cable telefónico, la gente entraba a preguntar por el comedor-muestra en oferta, la sintonía del chico de la guitarra no dejaba de sonar en el hilo musical, el cielo gris recortado por los edificios de la avenida y unas palomas que revoloteaban en el edificio-árbol buscando un balcón deshabitado dónde reposar.
A la hora de cerrar la muchacha bajó la persiana y fue a sentarse en una de las sillas del comedor-muestra, delante de aquellos platos de líneas concéntricas que simulaban cruzarse, enredarse como las preguntas de su mochila, puestas en boca de los personajes que aparecieron a su lado. La pareja del día anterior volvió a comparecer allí, en la mesa. La mujer servía tres tazas de café mientras las preguntas que la muchacha había guardado tanto tiempo en su mochila salían de su boca. No lo podía creer, era una situación extraordinaria que no lograba entender. Escuchar aquellas preguntas le hizo caer en la cuenta de que nunca se había preocupado de buscar respuestas. Las preguntas la llegaron a apabullar de tal manera que la situación empezó a hacerse insoportable, aquellas frases que se repetían una y otra vez en boca de aquellos acompañantes, en aquella mesa, en aquel comedor, en aquella tienda, en aquel barrio, en aquella ciudad. La muchacha salió por la puerta de la tienda sin dirección concreta y se encontró con el portero que le entregó las zapatillas que había visto colgadas en el cable telefónico. No dijo nada sólo la miró en un intento de hacerle entender su mensaje.
continuará...
viernes, 9 de abril de 2010
PAISAJES DE CIUDAD: ESCENA VII (PRIMERA PARTE)
Ella miraba el plato vacío, recorría mentalmente las líneas concéntricas que decoraban la porcelana en las que nunca antes había puesto atención. Se recreaba en los colores que dibujaban carreteras. Carriles de autopista de doble dirección hacía ningún lugar en un intento de perpetuarse en las mentes de aquellos que gozan contemplándolas.
Él se mordía el labio inferior insistentemente. Jugaba con los cubiertos. Inspeccionaba su inconsciente buscando más palabras para recomponer la escena. Todo estaba dicho: el intercambio de agravios y puñales verbales había durado diez minutos y siete segundos. No quedaba nada para compartir y el postre se convirtió en un agrio fracaso bañado en chocolate fondant.
¿Qué les llevó a ese final? ¿Qué provocó la tormenta de manifestaciones estereotipadas? ¿Cómo se rompió esa velada?
Ella se levantó silenciosamente de la mesa, compuso su falda. Recogió los platos y el desgobierno de sus sentimientos.
Él permaneció sentado, ofuscado, nunca fue un goleador capaz de aprovechar las oportunidades.
De pronto algo les hizo percatarse de una presencia.
Al levantar la vista y mirar hacía el exterior les sorprendió el aplauso mudo de un transeúnte que miraba hacía el interior del escaparate.
Él se levantó, bajó la persiana, apagó la lámpara. Los dos salieron del comedor-muestra de la tienda ocultando su reacción hacía aquella imprevista interrupción.
El transeúnte continuó su camino con paso relajado y entró en un edificio de tres plantas decorado por el dibujo de un frondoso árbol desde la copa que ocupaba los pisos superiores y se extendía por los balcones hasta las raíces que iban a desaparecer en el suelo, cerca de la portería y que parecían adentrarse en la tierra sosteniendo la estructura del inmueble. Abrió la puerta de su vivienda y encendió la luz. Se trataba de un comedor igual al comedor-muestra de la tienda de muebles donde se había detenido.
Se dirigió a la cocina y sacó del armario dos platos que depositó en la mesa y se sentó ante ellos.
Miró los platos vacíos, recorrió mentalmente las líneas concéntricas que decoraban la porcelana, en las que tantas veces se había recreado y se sintió por un momento acongojado, atrapado en una situación recurrente. En la silla de enfrente un vacío inclasificable, deshonesto, impenetrable que le transportaba a una incomodidad de diván de terapeuta.
Sólo silencio amortajado por un no-saber qué decir, a quién hablar.
El hombre se giró, buscó en el exterior a través de la oscuridad de la terraza una presencia.
Se levantó entristecido, corrió las cortinas. Apagó la luz de la lámpara y salió del comedor.
Pocos minutos más tarde la casa del portero se estremeció.
El habitante eléctrico subterráneo de la ciudad se desplazaba por su camino de hierro y producía un efecto multiplicador de su movimiento que se transmitía a la superficie. El convoy del metro transportaba personas y minimizaba los largos espacios entre paradas para regalarles a sus vidas un poco más de tiempo. Ese tiempo que sólo trasciende para quienes saben lo que buscan. El tiempo de su tiempo.
En una de esas estaciones se bajó del vagón una muchacha cargada con una pesada mochila azul. En aquella mochila guardaba debilidades inmateriales, recuerdos y preguntas, sobretodo preguntas inconsolables que iba arrastrando en un acopio de circunstancias comprimidas, de forcejeos con un mundo de dudas y de porqués.
Recorrió el andén, subió por la escalera mecánica preguntándose cuándo acabaría su camino, speregrinación por las diferentes estaciones de su vida sin encontrar un final de trayecto esperado. Un final o quizás un retorno al punto de partida, un nuevo camino retroalimentado por las paradas por las que ya había pasado.
Mientras se dirigía hacía la salida, en el pasillo de trasbordo, vio un cartel de una tienda de muebles e imaginó que algún día ella poseería ese comedor allí representado, con todos aquellos complementos que artificialmente facilitaban la vida. Pero poco a poco se dio cuenta de que todas sus esperanzas iban siendo minadas por una realidad triste que impregnaba su cotidianeidad y se decepcionó pensando que ese espacio, ese bonito comedor, nunca llenaría aquel vacío que ocupaba su cuerpo, que invadía su intimidad, que desdibujaba un paisaje interior recompuesto varias veces.
Se paró a atarse los cordones de una de sus botas que se pisaba descuidadamente a cada paso. En ese momento pasó junto a ella un chico que cargaba una guitarra.
La mirada de la muchacha se paseó por las zapatillas de aquel chico y quedó absorta, golpeada por la imagen que registraban sus ojos, contemplando el mensaje pintado con rotulador plata, que se podía leer sobre la superficie de tela en letras mayúsculas: «YO QUIERO LLENAR TU VACÍO»
La muchacha se incorporó rápidamente tras unos segundos de shock y trató de localizar al propietario de las zapatillas, de aquellos pies enfundados en tesoros escritos. No halló a nadie. Los pasillos vacíos y callados la rodeaban.
La muchacha salió del metro y siguió caminando lentamente hacía su casa. Un edificio de tres plantas decorado por el dibujo de un frondoso árbol desde la copa hasta las raíces en mitad de una gris avenida flanqueada por edificios antiguos y torres cenicientas del siglo pasado.
El chico de la guitarra acabó de cruzar el vestíbulo. Sabía que esa noche su público se iba a limitar a unas cuántas almas trasnochadas que pasarían por el pasillo como muñecos articulados sin, ni tan siquiera, percatarse de su presencia.
Él sabía que su música era capaz de llenar el vacío de los cuerpos asaltados por la molestia de la rutina más enclaustrante, su música podía redimir sus aflicciones, reconfortar sus miedos y plantear toda una serie de placeres sensoriales irreconocibles por todos aquellos que no compartían su historia musical, su bagaje retrospectivo. Qué sabe el mundo de los sentimientos que se atesoran en el ánimo de los creadores universales.
Se situó delante del cartel del comedor-muestra, depositó su gorra en el suelo, desenfundó su guitarra, miró al techo y comenzó a tocar su canción: «Yo quiero llenar tu vacío»
Él se mordía el labio inferior insistentemente. Jugaba con los cubiertos. Inspeccionaba su inconsciente buscando más palabras para recomponer la escena. Todo estaba dicho: el intercambio de agravios y puñales verbales había durado diez minutos y siete segundos. No quedaba nada para compartir y el postre se convirtió en un agrio fracaso bañado en chocolate fondant.
¿Qué les llevó a ese final? ¿Qué provocó la tormenta de manifestaciones estereotipadas? ¿Cómo se rompió esa velada?
Ella se levantó silenciosamente de la mesa, compuso su falda. Recogió los platos y el desgobierno de sus sentimientos.
Él permaneció sentado, ofuscado, nunca fue un goleador capaz de aprovechar las oportunidades.
De pronto algo les hizo percatarse de una presencia.
Al levantar la vista y mirar hacía el exterior les sorprendió el aplauso mudo de un transeúnte que miraba hacía el interior del escaparate.
Él se levantó, bajó la persiana, apagó la lámpara. Los dos salieron del comedor-muestra de la tienda ocultando su reacción hacía aquella imprevista interrupción.
El transeúnte continuó su camino con paso relajado y entró en un edificio de tres plantas decorado por el dibujo de un frondoso árbol desde la copa que ocupaba los pisos superiores y se extendía por los balcones hasta las raíces que iban a desaparecer en el suelo, cerca de la portería y que parecían adentrarse en la tierra sosteniendo la estructura del inmueble. Abrió la puerta de su vivienda y encendió la luz. Se trataba de un comedor igual al comedor-muestra de la tienda de muebles donde se había detenido.
Se dirigió a la cocina y sacó del armario dos platos que depositó en la mesa y se sentó ante ellos.
Miró los platos vacíos, recorrió mentalmente las líneas concéntricas que decoraban la porcelana, en las que tantas veces se había recreado y se sintió por un momento acongojado, atrapado en una situación recurrente. En la silla de enfrente un vacío inclasificable, deshonesto, impenetrable que le transportaba a una incomodidad de diván de terapeuta.
Sólo silencio amortajado por un no-saber qué decir, a quién hablar.
El hombre se giró, buscó en el exterior a través de la oscuridad de la terraza una presencia.
Se levantó entristecido, corrió las cortinas. Apagó la luz de la lámpara y salió del comedor.
Pocos minutos más tarde la casa del portero se estremeció.
El habitante eléctrico subterráneo de la ciudad se desplazaba por su camino de hierro y producía un efecto multiplicador de su movimiento que se transmitía a la superficie. El convoy del metro transportaba personas y minimizaba los largos espacios entre paradas para regalarles a sus vidas un poco más de tiempo. Ese tiempo que sólo trasciende para quienes saben lo que buscan. El tiempo de su tiempo.
En una de esas estaciones se bajó del vagón una muchacha cargada con una pesada mochila azul. En aquella mochila guardaba debilidades inmateriales, recuerdos y preguntas, sobretodo preguntas inconsolables que iba arrastrando en un acopio de circunstancias comprimidas, de forcejeos con un mundo de dudas y de porqués.
Recorrió el andén, subió por la escalera mecánica preguntándose cuándo acabaría su camino, speregrinación por las diferentes estaciones de su vida sin encontrar un final de trayecto esperado. Un final o quizás un retorno al punto de partida, un nuevo camino retroalimentado por las paradas por las que ya había pasado.
Mientras se dirigía hacía la salida, en el pasillo de trasbordo, vio un cartel de una tienda de muebles e imaginó que algún día ella poseería ese comedor allí representado, con todos aquellos complementos que artificialmente facilitaban la vida. Pero poco a poco se dio cuenta de que todas sus esperanzas iban siendo minadas por una realidad triste que impregnaba su cotidianeidad y se decepcionó pensando que ese espacio, ese bonito comedor, nunca llenaría aquel vacío que ocupaba su cuerpo, que invadía su intimidad, que desdibujaba un paisaje interior recompuesto varias veces.
Se paró a atarse los cordones de una de sus botas que se pisaba descuidadamente a cada paso. En ese momento pasó junto a ella un chico que cargaba una guitarra.
La mirada de la muchacha se paseó por las zapatillas de aquel chico y quedó absorta, golpeada por la imagen que registraban sus ojos, contemplando el mensaje pintado con rotulador plata, que se podía leer sobre la superficie de tela en letras mayúsculas: «YO QUIERO LLENAR TU VACÍO»
La muchacha se incorporó rápidamente tras unos segundos de shock y trató de localizar al propietario de las zapatillas, de aquellos pies enfundados en tesoros escritos. No halló a nadie. Los pasillos vacíos y callados la rodeaban.
La muchacha salió del metro y siguió caminando lentamente hacía su casa. Un edificio de tres plantas decorado por el dibujo de un frondoso árbol desde la copa hasta las raíces en mitad de una gris avenida flanqueada por edificios antiguos y torres cenicientas del siglo pasado.
El chico de la guitarra acabó de cruzar el vestíbulo. Sabía que esa noche su público se iba a limitar a unas cuántas almas trasnochadas que pasarían por el pasillo como muñecos articulados sin, ni tan siquiera, percatarse de su presencia.
Él sabía que su música era capaz de llenar el vacío de los cuerpos asaltados por la molestia de la rutina más enclaustrante, su música podía redimir sus aflicciones, reconfortar sus miedos y plantear toda una serie de placeres sensoriales irreconocibles por todos aquellos que no compartían su historia musical, su bagaje retrospectivo. Qué sabe el mundo de los sentimientos que se atesoran en el ánimo de los creadores universales.
Se situó delante del cartel del comedor-muestra, depositó su gorra en el suelo, desenfundó su guitarra, miró al techo y comenzó a tocar su canción: «Yo quiero llenar tu vacío»
IMATGE DE LA SETMANA
Y de poder pintarlas.
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