-Cierra la puerta- le dice al mundo. Y el mundo le muestra su cara más siniestra, más oscura, aquella que no todos conocen. Aquella cara que sólo de noche, muy de noche se destapa.
Cuando todos duermen, tienen sus mejores sueños y descansan. Cuando las luces de la ciudad sólo son capaces de iluminar las escenas más críticas de la vida. Y los silencios, son eso, silencios.
La ciudad, inmensa mole de gigantes también dormidos, de calles pobladas por utilitarios abandonados por unas horas. De zonas azules, que son sólo un espacio delimitado por líneas, infinitos rectángulos que modifican el ritmo normal de todo lo anterior creado.
En el metro, la gente que circula por sus pasillos también ha desarrollado una manera de moverse, amontonando sus pasos, lentos pasos que quedaran mañana olvidados, en el devenir de unas historias mínimas, particulares . Que solo serán observados por los muros, disfrazados de percheros publicitarios, que nos recuerdan todo aquello en lo que poco a poco nos convertimos día a día, nos alimentamos día a día.
- No sé- le responde la vida – vale tanto como su destino.
Sólo es una noche más de Barcelona, de luna pequeña, de mar tranquilo, de cielo oxidado por nubes rojas, de personajes salidos de un cuento duro y incierto, que comparten estaciones de paso en este mundo.
Una sombra amortiguada se vislumbra a lo lejos. Se ha parado casi al final de una estrecha calle. La sonrisa triste de la mujer de las trenzas rojas con la que se cruza le desmonta los esquemas y vuelve a empujar su carro siguiendo su camino. En el viejo carro, media vida de desengaños y empeños. La otra media que le queda dedicada a vagar.
Ahora que su trabajo y sus pensamientos le han abandonado.
Ejecutivo antaño, involuntario barrendero de ilusiones, desacreditado ya por tener 50 años. Como toda tarjeta de presentación: producto caducado.
Un día enmudeció para que no le juzgaran nunca más los vivos.
Ha recogido sus meditaciones y se decide a pasar una noche más al amparo del cajero, donde se siente seguro y parapetado. Nadie le estorba para sus cavilaciones y duerme como niño en su cama de cartón.
Nadie más conoce su delicada historia.
En la misma calle, la luz de una habitación alumbra otro escenario, la del desamparado que no sabe como dormir, que no sabe ya como vivir. Que llena sus noches observando a través de los impertérritos cristales de la ventana el movimiento de las gentes. Que ambiciona llegar a dormir un día, una plácida noche. Que no sabe como asumir sus pecados y los de todos aquellos que le rodean.
En uno de sus recorridos visuales, ve pasar por la acera de enfrente a la sombra del carro, que sigue su trayectoria hacia el cajero ya cercano. Y redescubre más allá el café de la esquina, aquella pequeña central de encuentros, furtivos, pasivos, inanimados, inadaptados, acelerados.
Las campanas de Santa Maria del Mar, nos anuncian las 8.30 h de otro día de invierno más y la camarera del café corretea detrás de la barra atendiendo los pedidos: cafés con o sin sonrisa, copas con encanto o con prisa. Es el lugar donde nuestras vidas giran entorno a una secuencia de incontables acciones que transportan a las gentes en un tiempo y en un espacio. Donde los rincones esconden más historias que contar.
El desamparado se retira de la ventana y se abandona en su butaca de fino tapizado. Enciende el televisor y se prepara otra noche para su sesión de “Eterna Madrugada” mientras en el café atenuado por el bullicio y las risas, una pareja se intercambia monosílabos. El hombre luce un anillo de oro en su anular izquierdo y la mujer nerviosa da vueltas con la cucharilla a un café que ha perdido ya toda su atención. La mujer recuerda un pasado no muy lejano y piensa que es lo que esta haciendo allí, con aquel hombre al que supuestamente ha amado tanto ( o aún continua amando) y que ahora la trata a escondidas. Peor que el olvido es volver a verte y no hay más castigo que no volver a saber de ti, son las palabras que gobiernan su cerebro mientras mira a los ojos a su no-hombre y decide continuar escuchando unos minutos más su inútil conversación. Un sentimiento de impotencia rellena el espacio que queda, encarcelando esta confesión. La mujer mira su reloj y precipitadamente se despide. El hombre no reacciona y la mujer suelta un “no me llames más” antes de cruzar el umbral y tropezarse también con la mujer de las trenzas rojas. La mujer de las trenzas rojas le pregunta si quiere que le eche las cartas. Le comenta que trae la buena suerte en el amor. Y la mujer del café huye corriendo calle abajo mientras ahoga un grito de desesperación.
El hombre del carro la ve pasar, enfundándose nerviosamente sus guantes de piel y no puede evitar envidiar su juventud.
La mujer de las trenzas rojas entra en el café. Trabaja en la plaza que hay cerca. Lee las manos y vive en el mismo viejo y sucio edificio que el hombre desamparado. Los asiduos del lugar dicen que esta loca, que llegó un día y se instaló en el piso; pero todos saben que paga religiosamente todas sus deudas.
Hoy, como otras tantas noches va al café a desenterrar el frío de su corazón y su cuerpo, con algún brebaje que la talentosa camarera sabe prepararle. Allí se encuentra con sus compañeros de charlas, de esas minúsculas conversaciones en la mesa del fondo a la derecha, debajo de una fotografía de la ciudad años sesenta, que nos muestra los primeros coches cerca del Parque de la Ciudadela, con aire de pasado derrotado. La mujer de las trenzas rojas comparte penas con su vecina, la chica llegada del pueblo, que no sabe como defenderse en la gran ciudad. La mujer de las trenzas rojas le ha prometido un gran futuro y no sabe qué cara poner cada vez que le pregunta si encontrará un trabajo mejor que en el supermercado, actualmente cajera-reponedora de complementos supuestamente de primera necesidad.
El otro contertulio es un anciano que vive en una anónima residencia dos calles más abajo. Vendido por su hijo en esta normal modernidad que todos conocemos, que todos vivimos y ahora castigado a compartir su vida con seres extraños, ajenos a sus propias vidas que hace tiempo olvidaron para no volver jamás a recordar. Cada día un poquito más muerto que vivo.
Y allí están en su mesa al fondo a la derecha los encuentra como siempre compartiendo las noticias del día del barrio y los avatares del mundo.
Se hace tarde y la gente empieza a desfilar. El bullicio anterior se convierte en un rumor que va desapareciendo poco a poco hasta quedar silenciado. La camarera recoge las mesas, apaga las luces y se prepara para cerrar el café.
Los tres tertulianos abandonan el local y se despiden. La mujer de las trenzas rojas decide acercarse a la plaza por si alguien necesita sus servicios vespertinos y poder ganar así unos pocos euros más.
La noche es extremadamente fría, tanto que uno puede llegar a sentir como el frío invade su ropa y acaricia sus huesos. Al llegar a la plaza, todo es desorden, botellas y unos cuantos personajes merodean por allí con afán de encontrar un sitio donde cobijarse. Nada, esta noche no haremos nada, piensa la mujer.
Vuelve sobre sus pasos hacía la estrecha calle y llega a la esquina del cajero. Allí se encuentra el hombre del carro que prepara su cama de cartón. Aislado del mundo exterior por el vidrio anti-robo que los separa. El hombre se gira y cuando la ve allí, sobrepasada por la compasión, delante de la puerta se queda paralizado.
Ella sigue caminando. El hombre del carro se dio cuenta de su mensaje y apresuradamente sale de la sucursal. Sólo ve a lo lejos distanciarse a la mujer y vuelve a entrar dentro.
Al poco rato la mujer vuelve a estar plantada delante de la puerta del cajero. Lleva en su mano un vaso de caldo y golpea el vidrio. El hombre del carro se levanta y decide dejarla pasar.
Los dos se miran, la mujer siente que la historia del hombre del carro no es fácil de contar ni de adivinar y le ofrece su tesoro.
De la boca del hombre salieron sólo sonidos ininteligibles, presos de incertidumbre y delirio. La mujer le coge la mano libre, fría, temblorosa, enjuta y al hombre le recorre un escalofrío, un momento de sinceridad, de poder vaciar su interior, todo su dolor. De sus ojos verdes florecieron dos lágrimas que recorrieron su cara y cayeron sobre el suelo. Entonces el hombre reconoció a su enemigo. A su eterno enemigo: el miedo.
No hubo palabras, sentados en el suelo, la mujer veló el sueño del hombre del carro y luego desapareció, agazapada en la negra noche.
Todo continua siendo lo mismo, estando en el mismo sitio. No hay refugio, no hay ningún lugar donde descansar.
Buenas noches, ciudad.
Las luces del alba nos devuelven otra mañana. Las farolas dejan de protagonizar su papel estelar en la noche. Todo vuelve a recuperar sus ritmo normal. Los coches avanzan por las calles y avenidas en una carrera fugaz y las calles retoman su frenética actividad.
La lluvia, oportuna acompañante, limpia los recuerdos estampados de la noche anterior y el viento azota los paraguas y los toldos del mercado, como el mar azota los barcos del cercano puerto.
Ni rastro del hombre del carro en el cajero. Sólo el anticuado hilo musical de la sucursal inunda el vacío.
El anciano de la residencia habla con sus magdalenas de desayuno en la pequeña habitación.
En el café la radio interrumpe el momento “Buenos días, son las ocho y media. Con ustedes Rafael Camins .Noticias”.
La camarera reparte soñolientas palabras.
La mujer de las trenzas rojas sale de su casa hacia la plaza.
Un coche choca contra un carro de hipermercado abandonado, atravesado en la calzada.
El hombre desamparado sale al balcón a fumar un cigarrillo.
El día prepara otra secuencia de amargas e intensas historias sin mañana, que nunca se llegaran a saber ni a contar.
Buenos días, ciudad.
El mes de abril es mucho más que la cuenta del día 1 al 30, pero nos lo siguen robando segundo a segundo.
ResponderEliminarEl mes de abril no es único, hay tantos como páginas web en este internet.
El mes de abril necesita más de cuatro ojos para ver lo que no pueden ver dos.
El mes de abril nos lo roban casi por completo, pero siempre hay un sueño...