No hay nada mejor algunos días para deshacerse de esa
nostalgia pasajera que te traspasa de vez en cuando que coger la línea 2 del
metro y encontrarse con el músico acordeonista, un señor de unos 60 años, con
coleta de pelo canoso, gafas metálicas y su viejo acordeón con su toque
elegante demodé y sus buenos modales.
Desde hace años nos cruzamos en los comboys y tengo que reconocer que no he visto a nadie
que toque con tanta alma, que versione
los tangos y te lleve hasta el borde de la tristeza para devolverte al
momento actual con una sonrisa, porque no tiene nombre lo que transmite su
música.
Me gustaría conocer un poco su historia, porque detrás de
esa extrema delgadez quizás en otro tiempo, en otro lugar puede que hubiera un grandioso músico. La imaginación
me lleva a una gran sala de conciertos o a un baile y se une al momento
actual mientras desaparece al fondo del
vagón, cuando su música ya se ha apagado y yo me preparo para descender del
metro revivida por esa intensa manera de interpretar.
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