miércoles, 4 de junio de 2008

SIEMPRE TUYAS. ELENAS

Raúl trató de atraer la atención de Elena, la guapa chica morena que tenía delante. Llevaban en el bar más de dos horas y no había percibido ningún gesto por parte ella que le pudiera dar alguna esperanza.
Elena poco imaginaba las intenciones de Raúl; compartían un curso sobre Reiki y técnicas de relajación y esa tarde como otras había arrastrado a Raúl a aquel bar, para espiar a la pareja que se sentaba tres mesas más allá: Una mujer de unos treinta años, con una cara inaccesible a la descripción e incapaz de controlar una risa tonta que se le escapaba al responder a cada comentario del hombre que tenía enfrente; el hombre, pelo blanco, nariz aguileña y sombrero negro, con ojos pequeños y medio achinados que se escondían detrás de unas gafas freudianas, alternaba su mirada concentrada entre la mujer y un cuaderno de espiral abierto encima de la mesa.
Elena observaba cada movimiento y cada comentario de la pareja desde su situación privilegiada, había buscado el ángulo preciso para no perder detalle.
Hacía unos días, mientras les servía los cafés, la camarera había reconoció al hombre al entrar y se le había quedado observando durante unos minutos plantificada junto a la mesa.
Ante el incesante barullo de comentarios, Elena le había preguntado a la camarera quién era ese hombre.
La camarera le explicó que era Vicente Roma, un director de cine muy importante y la mujer con quién iba a compartir la mesa quizás buscaba un papel protagonista en su nueva película. Se rumoreaba que iba a rodar allí, en Gijón.
Aquella noticia trastocó el pensamiento de Elena, de repente, sólo podía pensar, en cómo conseguir ese papel, era una mujer decidida y había quedado demostrado que nada podía interponerse en su camino a la fama. Siempre había soñado con pasearse por la alameda del brazo de algún tipo importante, de experimentar esa sensación de éxito excitante, ese momento de gloria reservado a quienes tocan el cielo con los dedos, ese fragmento de vida en que todos te envidian inconmensurablemente. En su vida había dejado escapar pocas oportunidades de hacer realidad sus obsesiones, de regocijarse en sus acciones. Y ahora había llegado el momento que esperaba aunque sabía que sus condiciones como actriz eran más que nulas, que nada podría convertirla en una estrella de la interpretación.
Desde pequeña había cursos de dramatización y había participado en alguna obra teatral del colegio pero nunca había destacado.
Su cabeza iba maquinando algo, el papel para esa película tenía que ser suyo, no podía ser que se lo arrebatará nadie.
No podía o no quería reconocer que su vida quedara desvinculada de ese mundo. Quería dejar de ser la mera espectadora de películas años cuarenta de cineclub, con aquellas heroínas de contundentes cuerpos y miradas en blanco y negro que la hacían sentir invencible delante del televisor y que tanto admiraba. Necesitaba esa última oportunidad, que una tarde, en un café, en aquella mesa había encontrado sin proponérselo, de improviso, se le había presentado y le había susurrado al oído: es tu última oportunidad.
Raúl no se daba cuenta que Elena no le estaba escuchando.
Se despidieron con un cobarde hasta mañana.
Elena decidió aquel día que regresaría al bar sola. Pero no sin tener un buen plan, un plan maestro, un plan que empezaba a tejer de camino a casa, como un buen estratega, ese plan que le llevaría a conseguir su objetivo, su sueño, su deseo. Un lujo de plan.
No podía cometer errores. ¿Cómo se presentaría ante él? ¿Directamente le preguntaría por su identidad con un nombre equivocado?,¿ conseguiría su teléfono para quedar con él? ¿Le cogería desprevenido con la excusa de una entrevista?, ¿le pediría fuego?.
No, no, eran remedios baratos, tenía que encontrar la manera de que él se acercará a ella, cayera en su red, como una presa indefensa e inocente.
Al llegar a casa, se sentó delante del ordenador, lo encendió y en el buscador tecleó: VICENTE ROMA.
Todo un mundo de direcciones web se abría ante sus ojos: ahora sólo faltaba empezar a trabajar. Encontró información sobre su vida: le gustaba jugar al tenis, había estudiado en los Escolapios, frecuentaba a muchos amigos del círculo artístico. Tenía una casa en San Sebastián a dónde iba a pasar largas temporadas, no estaba casado, aunque había tenido algún que otro romance incierto y difícil de verificar. Le gustaba escribir y tenía dos guiones pendientes de realización. Datos, datos y más datos incansables. Cientos de datos que Elena comenzó a archivar en su memoria, como si se tratara de una materia de estudio práctico que desarrollar.
Todo aquello no la convenció, no le servía de nada, necesitaba un detalle, el detalle.
Cansada después de cuatro horas delante del ordenador, no había encontrado nada de mención. Sus ojos navegaban entre las letras de la pantalla, cuando leyó un titular en grandes caracteres negros. Era un recorte de periódico de hacía años con la foto de una mujer joven: “Vicente Roma cae en una profunda depresión tras la desaparición de su nueva musa, Elena Torres”.
Elena amplió la fotografía, la observó, la delimitó con sus dedos y leyó atentamente el artículo. ¿Quién era ella?, esa mujer que parecía haber destrozado al director con su extraña desaparición. Toda la atención se centraba ahora en su figura. En esa desconocida de ojos negros. En localizar su pista.
El teléfono móvil sonaba incesantemente sobre la mesa con una melodía interrogadora, cuando Elena cayó en la cuenta de qué el pasado se había convertido en su mejor aliado.
No respondió a la llamada y se levantó corriendo a encender la impresora.
Seleccionó la foto y dio la orden de impresión.
En la bandeja de la impresora se hizo más cercana esa imagen. La fotografía de la musa, de esa mujer morena, de semblante triste.
Volvió a teclear el nombre de VICENTE ROMA en el ordenador pero esta vez le añadió el nombre de ELENA TORRES.
Sólo hubo esta vez un resultado.
Una entrevista realizada a Vicente Roma hacía siete años. Al localizar entre las líneas el nombre de Elena Torres, Elena se sumergió en la lectura de un párrafo en el cual el director explicaba su primer encuentro con su musa en un autobús. Él comentaba que cuando una noche volvía a casa escribiendo una de sus historias en el autobús, una joven se sentó frente a él y le pregunto si era profesor. Al levantar sus ojos de las hojas garabateadas y llenas de notas, descubrió a la joven. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos y él supo que había encontrado a la mujer de su vida y le contestó que no, que sólo escribía historias. A lo que ella respondió:- entonces escribirás una historia para mi-.
Desde ese momento se hicieron inseparables. Él desconocía casi todo de ella, sólo su nombre y una línea de autobús, la sesenta y cuatro. Sus encuentros siempre en casa del director y sus días preparando esa historia que nunca fue llevaba al celuloide. La joven absorbía todo el tiempo del director hasta que un día Elena se marchó para siempre.
Salió una mañana de la casa y ya no regresó.
El director paso tres días sentado en la parada del autobús sesenta y cuatro, la parada donde subió Elena por si la veía aparecer. Pero no ocurrió. Y así fue cómo empezó a consumirse y asumirse en una fuerte depresión que le alejo tres años del cine.
La buscó desesperadamente por todas partes, escribió cartas a los periódicos para denunciar su desaparición, sin más datos no podía ir a la policía, tampoco dejó nada escrito para pensar un porqué, un quién sabe que paso. Recorrió medio país con su foto casi de puerta en puerta, buscando un nexo de unión, un punto de luz en esa oscuridad desmerecida.
Derrotado, confundido, abatido. Se fue tragando su desgarrado sentimiento hacía esa mujer.
Elena recogió la foto de la bandeja de la impresora y la miró con atención. Inconscientemente con la foto en la mano se dirigió hacía el espejo de pie que decoraba la recargada habitación. Una idea no deja de sacudir su pensamiento. Introdujo la foto en el hueco del marco del espejo y se separó un par de metros para volver a mirar la foto. Allí confluían dos Elenas. Dos Elenas muy reales. Dos Elenas que se complementaban. La Elena de la habitación recogió su pelo intentando imitar el peinado de la Elena retratada y compuso la pose en un simulacro de doble con más que idéntico parecido. Se volvió a contemplar unos minutos más y la idea se materializó en una exclamación:
-¡Yo soy esa Elena! Esa Elena que buscas. Y más pronto de lo que te imaginas la vas por fin a encontrar!
No podía creerlo, pero sus facciones guardaban un increíble parecido con la mujer que ocupaba ese testimonio gráfico, con la mujer que se estaba convirtiendo en su mejor baza.
Una sonrisa intencionada y manipuladora iluminó su cara y esto marcó el primer paso de su transformación en Elena Torres, en esa mujer que conmocionó a Vicente Roma.
Ya era tarde. Elena continuo delante del espejo. Delante de la otra Elena todavía unos minutos más y al fin abandonó el espejo. La foto quedó allí instalada en el marco, formando parte de la nueva escena, de la nueva situación de su vida.
Elena se desnudó, se puso lentamente el pijama y apago una por una todas las luces antes de meterse en la cama. En su cabeza se continuaba maquinando ese plan cuando el sueño le llegó.
Por la mañana, una nueva mañana de sábado se levantó reanimada y preparada para continuar con su juego. Se recorrió todas las tiendas del casco antiguo intentando conseguir el vestido de la fotografía o uno similar, hasta que al fin en una tienda de segunda mano dio con uno muy parecido que le serviría para su fin. Le daba aquella imagen cándida pero salvaje que buscaba.
Por la tarde fue a su peluquería y le pidió a Raquel, su peluquera, que intentará ajustarse a la imagen de la fotografía. La peluquera también reconoció acabado el trabajo su parecido. Por último unas recomendaciones de maquillaje para acentuar el negro de sus ojos penetrantes.
Y ya cercana la noche, cuando se volvió a colocar delante del espejo y encajó la foto en el marco, llevo a cabo la transformación.
Primero el vestido y unas medias negras, luego el maquillaje y un retoque al peinado. Sabía que había dejado de ser Elena Ribas. Ahora ya definitivamente se sentía en la piel de esa otra Elena. Elena Torres.
De esa guisa salió de su casa para dirigirse al café. Cruzó el umbral y se situó en una mesa delante de la puerta. Espero más de una hora para ver aparecer al director. El tiempo transcurría lento y la procesión recorría por dentro a la chica. La situación iba incomodando a su estresante nerviosismo y estaba llegando al final de su eterna paciencia cuando oyó unos pasos fuera. La imagen de Vicente Roma en dirección al bar se instaló en su retina. El director se paró justo delante de la puerta. Elena ya no eran nervios lo que sentía, sino un vértigo ansioso que le ocupaba, le desbarataba el pecho. El director parecía ocupado buscando algo en el bolsillo, sacó su teléfono móvil que escandalizaba a su amo con una sintonía de película americana. El contestó y soltando el pomo de la puerta, enseguida se puso otra vez en movimiento alejándose de la entrada del café con paso decidido y una distraída charla.
Elena vació su tensión apretando fuertemente su cara contra el bolso, no lo podía creer. Había perdido su primera oportunidad de producir un encuentro fortuito entre los dos, la rabia y la incontinencia verbal la sacudían.
No podía perder debía encontrarse con Vicente Roma o todo aquel montaje no le serviría de nada para sus planes.
Recogió su bolso y salió del café.

Al día siguiente volvió a intentar acercarse al director pero esta vez cambió de táctica.
Caminó hacía el bar.
Espero ver entrar al director y a su acompañante, agazapada en una portería cercana al local reconociéndose espía al mismo tiempo que se comía las uñas con una voracidad desconocida para ella.
Vicente Roma y su acompañante pasaron muy cerca de dónde se encontraba ella hablando. Elena casi, casi pudo sentir como en ese momento se quedaba paralizada.
Se sobrepuso al momento y le dio tiempo a verlos entrar en el local y situarse en una mesa.
Ya sólo quedaba cruzar la calle y suplantar a la Elena Torres que no esperaba encontrar Vicente Roma en ese bar después de tantos años.
Representar el más exitoso papel de su vida, nunca escrito.
Abrió la puerta con lentitud y se plantó en la entrada dando a entender que estaba buscando a alguien con la mirada y el director la descubrió allí. Como un espectro del pasado, como sí hubiera descubierto una visión fantasmal, una imagen que le devolvió al principio de su historia, de esa historia que intentaba olvidar.
Se le transformó el semblante y se le bloqueó la circulación de la sangre, una extraña sensación de ahogo le hizo aflojarse la corbata.
Inconscientemente no dejaba de mirar a la mujer que cruza el bar por su lado, sin percatarse de su embobamiento. Su cuerpo fue invadido por un hormigueo ciego, una sucesión de flashes llegaron a su cerebro y un mareo repentino le sobrevino. No podía separar sus ojos de la figura que tenía delante, quedo totalmente conmocionado, centrifugado, eclipsado por un sentimiento hondo, que le sumergía en un recuerdo hechizante. Quería llorar porque creía que estaba viendo la viva imagen de la mujer que lo había representado todo para él, a la mujer que hacía tantos años lo había abandonado. Pero era ella verdaderamente, no había cambiado nada desde que se marchó, su figura, su peinado, sus gestos; volvió a mirarla exhausto. No, no era verdad, estaba soñando despierto, el recuerdo le estaba volviendo a jugar una mala pasada, como aquel día en la parada del autobús. Habían pasado casi diez años, ¿había hecho un pacto con el diablo? Su asombro era gigante y enseguida quiso llamar su atención desde su mesa.
Elena pasó ignorando la mirada del director y se sentó en una mesa asegurándose de que él la viera en todo momento.
El director no podía contener sus ganas desmesuradas de levantarse e ir hacía ella. La fuerza de sus sentimientos dispares no le permitía estarse quieto.
Recorrió el pequeño espacio entre las mesas y se detuvo al lado de la figura de la mujer. Otra vez la volvió a observar detenidamente. Si ella supiera cuánto tiempo llevaba esperando este momento. Cuántas noches un pensamiento de reencuentro le había asaltado. Pero tenía que cerciorarse que era realmente ella.
El director la llamó por su nombre:
-Elena.
Elena levantó la cabeza con una lentitud estudiado, era el momento de empezar la función, el telón había dado paso a un escenario real.
Vicente Roma, nervioso y pálido buscaba la mirada de la mujer. No había equivocación, era ella. Cayó rendido y destrozado en la silla delante de Elena.
Mientras no paraba de observarla su boca pronunció un esperanzado:
-Has vuelto, Elena. ¿Te acuerdas de mi? soy Vicente. Vicente Roma.
Elena acarició entonces el triunfo entre sus manos mientras miraba a la otra mujer desencajada sentada en la mesa del director.

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