Dejemos a los turistas de compras compulsivas por la Quinta Avenida y centremonos en
un conglomerado de ocho (quizás nueve millones de habitantes) que respiran por
turnos en una ciudad que no duerme, que se mueve las veinticuatro horas del
día.
Pasear por la vida de los neoyorquinos desde el sábado por
la mañana con el grupo de lucha libre peruano que se concentra en el Hunter
College, moverse por las calles de Harlem un domingo mediodía y observar como
las mujeres negras arregladas al máximo con sus mejores galas preparan la misa
dominical y expresan su agradecimiento a su Lord en la iglesia baptista
mientras las futuras promesas del país cantan acompañadas de una orquesta de
dos baterías.
Cruzarse con los hombres de gris y negro del distrito
financiero y los carritos de comida rápida que hacen su agosto en el minimo
tiempo de brunch que se toman los que manipulan los hilos de la economía
mundial. O bien disfrutar de un espectáculo en el metro dirección Queens, donde
tres jóvenes se suben a las barras y hacen malabarismos y cabriolas a ritmo de
hip-hop y rap mientras el silencio en las miradas de la gente nos habla quizás
de una incomunicación pactada.
El viernes llegar al oasis del Jardín Botánico de Brooklyn y
liberarse del asedio de los rascacielos o perderse en Bryan Park con un café
mientras cae la noche y uno sueña que nunca más se marchará de esta ciudad.
Acostumbrarse a la banda sonora continua del metro que circula próximo a la
superficie y luego adentrarse en un club de jazz, secuestrar una silla del grupo
de los ajedrecistas y disfrutar de un par de cervezas locales a ritmo de la
música entre un público autóctono que se divierte tras la jornada laboral.
Mezclarse entre los miles de deportistas en Central Park y
acercarse al mosaico de John Lenon.
Reencontrarse con el pasado de esta ciudad en la isla de
Ellis, comprender como la inmigración forjó sus modales.
Enfadarse mucho en el Moma cuando La noche estrellada de Van Gogh ni siquiera se puede divisar de
lejos porque esta sitiada por cientos de flashes y cámaras, con unas
fotografias que la gente guardará en el ordenador y nunca se volverá a mirar y
la poca conciencia sobre el arte que nos rodea.
Disfrutar de un plato de Noodles en plena Chinatown, cuando
la sensación de estar en una ciudad hecha de otras tantas ciudades se intensifica
o pasear por el parque elevado del Highline donde se observan las partes
cambiantes, el continuo ritmo de reforma del lugar, de puertas abiertas a al
modernidad, a la incursión en lo más “in”.
Todos estos son pequeños flashes de lo que he recogido de mi
experiencia de estos días, sólo pequeños rincones de memoria, de recuerdos que
lograré salvar y reconocer que esta ciudad tiene una gran historia a sus
espaldas pero también tiene una historia viva, que la hace dinámica y creativa,
sorprendente.
No se puede entender o en cierto sentido es complicado no
dejarse absorber, verse succionado por su energía y regresar a casa, sin una
sensación acentuada de una actitud delante de la vida que condiciona.
Ahora ya parece un sueño, una sección de un tiempo pasado
que se quedara en mi subconsciente para mostrarme algún día los lugares que
alguna vez visite.
P.D. Mi ordenador con las fotos murió pero cuando las
recuperé las cuelgo.
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