CIENTO DOCE DÍAS
Así pasó un mes y medio, el invierno acompañaba mis idas y vueltas al hospital y mi retiro en casa de Nora. Nora cada día observaba más mi dejadez, mi irritabilidad, mi falta de actitud positiva. Ya casi no hablaba, ni la escuchaba, todo me estaba bien.
Un día me hizo vestir y acompañarlo a trabajar. Yo me negué inicialmente, no quería salir de casa, no quería que nadie me viera, pero Nora me convenció diciéndome que iríamos a reservar mi billete de avión para la vuelta a Montevideo. Aquellas palabras pusieron un ápice de esperanza a mi situación.
En el centro de trabajo de Nora se celebraba una fiesta para los niños y necesitaban voluntarios. Nora había pensado que aquella experiencia me haría reaccionar, me ayudaría a superarme, a entender que debía tomar esos días como una situación de aprovechamiento personal, que no era necesario hurgarme y hacerme sufrir a mí misma más de lo que ya estaba sufriendo.
Fue una situación muy difícil, retomar las fuerzas y mirarse al espejo. Desde hacía tiempo que no me lo planteaba y ver mi cuerpo y mi piel olvidada fue un momento para darse cuenta de hasta qué punto había llegado mi degradación, pero aún no estaba preparada para luchar. Sólo quería luchar por salir, por marcharme a casa y Nora me había entregado la excusa perfecta.
Salimos de casa juntas, caminando. Era una mañana fría pero agradable, el sol lucía intensamente y el aire fresco ayudaba a hacer volar los pensamientos, a alejarse del momento presente. Cogimos el autobús y llegamos al centro hacia allí a las diez. Nora no me había buscado un trabajo muy pesado, no sabía cómo me comportaría, como sería mi reacción ante esa realidad tan diferente de la realidad de la gente cotidiana, tan diferente de mi .. Aquellos niños y niñas de cuerpos imperfectos, de caras inacabadas, de risas rotas, aquellos niños que vivían allí de espaldas al mundo, que en este caso por más que quisieran, no podrían nunca superar su situación, estaban condenados a vivir esta vida, que en muchos casos no tenía ningún sentido para ellos. Cuando entré dentro de la sala la primera vez tuve que volver a salir a los cinco minutos, tomar aire y mentalizarme de lo que me encontraría en aquella sala, en ese mundo. Mi tarea era controlar y vigilar a los niños mientras se desarrollaban las actividades. Pero no podía dejar de pensar en lo qué tenía delante: aquellas caras y cuerpos desfigurados, desarraigados, reorganizados. En todos aquellos niños que me miraban con sus miradas perdidas, con aquellas caras incomprensivas y que gritaban al mismo tiempo.
Una sensación de angustia, de fobia me paralizaba ante la puerta de entrada. Nora parecía muy tranquila y acostumbrada a esa situación que para ella era tan normal, era su mundo conocido, mientras que para mí era la primera vez que tomaba contacto con lo que me producía un rechazo total, no me podía dejar tocar por aquellos seres. Una indiferencia programada quería amenizar mi pensamiento, una experiencia aún más traumática de la que vivía en mi piel en ese momento.
De repente sentí que alguien tiraba de mi falda y me giré asustada. Una niña de unos cinco años perseguía los volantes de la falda y cuando se vio descubierta me empezó a mirar con unos ojos bien abiertos. La vida juega malas pasadas, la imprecisión del destino te pone delante de las realidades más duras: tenía ante la niña de la fotografía del reportaje. La impresión fue fuerte: aquella niña no tenía boca, una hilera de dientes se alinea sin labios por debajo de una nariz pequeño. Y lo más grave, en su cabeza le faltaba una parte del cuero cabelludo que hacía que no tuviera en esa parte cabello. La niña emitió un sonido triste pero al mismo tiempo lleno de simpatía y se marchó corriendo hacia el otro lado de la sala sin detenerse.
Volví a salir a tomar el aire, por un momento me sentía impotente, incomprensiblemente egoísta pensando en la suerte que tenía comparada con aquella niña que me había mirado con los ojos, ojos tan abiertos. Ya no pude volver a entrar. Me despidieron de Nora diciéndole que me iba a casa que me empezaba a encontrar mal. Y cuando llegué a casa me volví a sentar en el sofá, aquel sofá donde pasaba las horas muertas y en dónde me encontró como siempre Nora al atardecer. Lo había intentado pero mi reacción no fue la esperada.
- ¿Cómo ha ido la fiesta? Lo siento no me encontraba bien y he preferido irse.
- Bueno, creo que se lo han pasado muy bien los niños.
Estas fueron las últimas palabras que cruzamos esa semana. Ella volvió a su trabajo y yo me quedé como siempre sentada en el sofá pero mi percepción del exterior, lo que me rodea, empezaba a cambiar sin darme cuenta del todo. Los días siguientes sólo recordaba la cara de la niña de ojos grandes, de aquellos ojos grandes que me miraban. Los días que me encontraba con ganas aprovechaba para dar una vuelta corta, me ponía una peluca y bajaba al bar de debajo de casa de Nora para tomar un café y fui abriendo poco a poco una ventana a la realidad.
Barcelona se convirtió en mi confidente, en mi paisaje cotidiano. En aquel bar, las conversaciones entre los habituales, las idas y vueltas de la gente y el volumen llamativo del televisor me volvían al mundo.
Tuvieron que pasar todavía quince días más para que de repente un día el ruido de un helicóptero sobre el edificio me hiciera levantarse e ir hacia la ventana. Una vez allí descubrí el parque interior del edificio, que no me imaginaba que hubiera aquello. El sol ilumina el pequeño rincón cuidado y los árboles sin hojas dejaban ver un par de bancos junto a una fuente, el silencio daba paz y me recordaba mucho a una pequeña plazoleta al lado de mi casa en Montevideo: "La plaza de la Esperanza ".
Dejé que los rayos de sol abarcan mi cara y el aire despertara mi alma muerta. Finalmente parecía que ya no podía luchar más contra mí misma, no podía abandonarse al lado negativo de la existencia. Había entendido que aún estaba a tiempo de coger las riendas de la situación y plantearme una posible salida, mantenerme firme, entender que la soledad y la incomunicación no sacaría adelante aquella parte de mi persona que quería vivir, que quería volver algún día a ese lugar que recordaba, que quería volver a ver, a cruzar.
Y un deseo intenso recorrió mis dedos, sacudió mi conciencia, creó una conexión real entre la vida y mi realidad y el hecho de sentirme necesaria, de querer explorar, de querer ayudar a esa niña, de hacer reír a aquella criatura que había despertado en mí todo un potencial inalcanzable de sensaciones. Me hizo creer en mí.
Y pensé como sería de agradable ir a ver a la niña de los ojos grandes y pasar un rato con ella. Explicarle cómo es de bonito mi país y cómo es de bonita la plaza que hay delante de casa de Nora.
Me arreglé rápido y preparar el desayuno.
Al levantarse Nora y ver la mesa puesta no podía creer lo que veía.
- Me gustaría acompañarte al centro esta mañana si no te importa - le dije.
Nora se quedó por un momento sin palabras pero finalmente contestó:
- Nos vamos de aquí cinco minutos.
Cuando llegamos al centro le pregunté a Nora sobre la niña de los ojos grandes:
- ¿Cómo se llama esa niña que corría el día de la fiesta y que tenía un problema en la boca?
- Se llama Elisa y tiene cinco años, sus padres no se quisieron hacer cargo de ella y la dejaron en el centro hace un par de años. La Elisa no ha tenido nunca una familia y debido a su deficiencia nadie ha querido hacerse cargo, ha quedado arrinconada aquí.
- ¿Qué podría verla?
- Un momento que la voy a buscar. Elisa apareció de la mano de la Nora y enseguida salió corriendo en dirección a mi falda de volantes.
- Hola Elisa - la saludé.
Elisa me vovlió a mirar con aquellos ojos grandes y llenos de vida, mientras hacía volar los volantes de la falda.
- Os dejo, tengo trabajo - al despedirse de las dos Nora.
Cogí de la mano a Elisa y salimos al patio del centro y nos sentamos en los columpios. Me seguía mirando con los ojos como si esperara que le explicara algo mientras señalaba las palomas que estaban en el patio. Uno no sabe que debe hacer o que decir en estas situaciones pero me recordé de un cuento de mi abuela y las fuerzas me devolvieron. La niña escuchaba totalmente concentrada y siguiendo mis gesticulaciones pero no sé como al final ya no le estaba contando el cuento. Al final sin darme cuenta le estaba hablando de mí misma, de cómo me sentía, de la enfermedad, de mi historia, de cómo había llegado a esta ciudad y de cómo todo había cambiado en poco tiempo. Me saqué la peluca y le mostré mi realidad actual.
Me sentía en aquellos momentos igual a ella, las dos jugabamos en diferentes divisiones, las dos corríamos por el misma pista de entrenamiento. Cuando terminé de desnudarme interiormente, la niña acarició mi mejilla con su mano y suspiró.
Qué difícil debe ser vivir en el país de los que no pueden sonreír, ni hablar. Recorrimos el patio caminando poco a poco, la niña saltaba alegremente y perseguía mis volantes.
Al llegar a la puerta del patio una enfermera la vino a buscar, ya era la hora de comer. La niña me hizo adiós con la mano y una lágrima rodó por su mejilla. Yo le prometí que al día siguiente volvería. Se había creado un vínculo fascinante entre esa niña y yo, un vínculo que no podría olvidar, a veces no te das cuenta de lo que más necesitas hasta que alguien desconocido te lo muestra.
Pero al día siguiente no pude volver. Tras la sesión de quimioterapia no pude hacer nada, me encontraba muy cansada y tuve que quedarme toda la tarde en casa.
Ya quedaban pocas semanas, soportaba una fuerte anemia. El doctor Rosich y la oncóloga, la doctora Lesna continuaban dándome ánimos.
Volví a ver a la niña unas cuántas veces más. Compartíamos las mañanas en el patio y eso fortaleció mi manera de ver la vida, me daba ganas de recorrer este camino.
Cuando ya sólo faltaban pocos días para el alta medica le hice la última visita. Esta vez era para despedirme, para darle las gracias a mi manera. Sí, darle las gracias por todo aquello que me había hecho sentir y vivir, por todo lo que me había enseñado. La niña enseguida notó la expresión seria de mi cara. Sus ojos grandes y vivos exploraban mis ojos con calma y en un momento de distracción, cuando no sabía cómo empezar a decirle lo que le tenía que decir, las palabras que iba a dejar escapar, me abrazó tan fuerte que llegué a notar como una corriente de energía pasaba de su pequeño cuerpo al mío. Y se marchó, cruzó la puerta del centro sin mirar atrás.
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