Las ventanillas de los trenes me transportan entre campos de
carrascos y olivos a la frontera de la infancia con la sombra del paisaje de mi
misma al que me voy acercando pasados los años.
Me mantengo ocupada observando a Clint Eastwood, como un
padre poco ejemplar en la pequeña pantalla que flota sobre nuestras cabezas.
El servicio de cafetería llega dos horas después del anuncio
de megafonía y los viajeros suben y bajan del tren, colocan, recolocan o sacan
sus equipajes y localizan sus asientos todo dentro de un caos organizado.
Lo que me produce una melancolía incorregible es la relación
entre la velocidad del tren y la de la vida. Cuando te das cuenta, ya no puedes
frenar, el tren si. Modula los cambios apostando por un entendimiento con el
tramo de vía. Mientras que los cambios irrumpen en la mía para dejar un espacio
más vacío en la trastienda.
Mirar por la ventana me relaja, seguir el travelling lineal
de la naturaleza en versión original, que no me interroga, sin prestar
demasiada atención a lo que me pasa por dentro, a lo que poco a poco se resquebraja
en la conciencia, somete las fuerzas y los pensamientos.
Sólo te cercioras que el movimiento forma parte del viaje
cuando te desplazas por el pasillo y entras en el vagón-cafetería, donde las
azafatas como integrantes de un conjunto infantil de bolos de plástico intentan
mantener el equilibrio mientras sonríen y te entregan un café con leche y una
cucharilla de diseño minimalista.
El problema viene después, esquivar a la multitud que se
agolpa allí, salir ileso y sin mancha ya es otro tema.
Mi compañero de asiento continua desde hace tres horas
pegado al teléfono intentando solucionar un tema con Claudia, ni siquiera
cuando me deja pasar advierto el posicionamiento de mi invisibilidad frente a
su persona.
Nada hace presagiar que los recuerdos se cuelen por las
ranuras de los auriculares y que vea a mi padre sentado en el porcho de casa
concentrado.
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