miércoles, 18 de junio de 2014

BCN-CÓRDOBA

Las ventanillas de los trenes me transportan entre campos de carrascos y olivos a la frontera de la infancia con la sombra del paisaje de mi misma al que me voy acercando pasados los años.
Me mantengo ocupada observando a Clint Eastwood, como un padre poco ejemplar en la pequeña pantalla que flota sobre nuestras cabezas.
El servicio de cafetería llega dos horas después del anuncio de megafonía y los viajeros suben y bajan del tren, colocan, recolocan o sacan sus equipajes y localizan sus asientos todo dentro de un caos organizado.
Lo que me produce una melancolía incorregible es la relación entre la velocidad del tren y la de la vida. Cuando te das cuenta, ya no puedes frenar, el tren si. Modula los cambios apostando por un entendimiento con el tramo de vía. Mientras que los cambios irrumpen en la mía para dejar un espacio más vacío en la trastienda.
Mirar por la ventana me relaja, seguir el travelling lineal de la naturaleza en versión original, que no me interroga, sin prestar demasiada atención a lo que me pasa por dentro, a lo que poco a poco se resquebraja en la conciencia, somete las fuerzas y los pensamientos.
Sólo te cercioras que el movimiento forma parte del viaje cuando te desplazas por el pasillo y entras en el vagón-cafetería, donde las azafatas como integrantes de un conjunto infantil de bolos de plástico intentan mantener el equilibrio mientras sonríen y te entregan un café con leche y una cucharilla de diseño minimalista.
El problema viene después, esquivar a la multitud que se agolpa allí, salir ileso y sin mancha ya es otro tema.
Mi compañero de asiento continua desde hace tres horas pegado al teléfono intentando solucionar un tema con Claudia, ni siquiera cuando me deja pasar advierto el posicionamiento de mi invisibilidad frente a su persona.

Nada hace presagiar que los recuerdos se cuelen por las ranuras de los auriculares y que vea a mi padre sentado en el porcho de casa concentrado.

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