Hoy he vuelto a traspasar la puerta automática de vidrio del corredor de la muerte. Parte de mi continua allí, sentada en aquellas sillas de plástico azul.
El sonido de la puerta al abrirse me ha hecho recuperar el bip del monitor cardiaco y del tintineo de la señal de emergencia.
A las tres de la mañana, la sala de espera de urgencias esta en calma y solo queda eso, esperar a que la voz oxidada del megáfono anuncie un nombre y te dispongas a escuchar el veredicto de la ciencia: se queda o no se queda.
Pero la segunda vez que te enfrentas a la dama eterna, el punto de vista es diferente. Ya no se siente el vientecillo frío que te rasga el corazón.
No esta ya en tus manos la sensación de lo desconocido y el corredor, es eso, un corredor de luz blanca que comunica con otra puerta de vidrio tintado que esconde a la vergonzosa dama de la noche negra de la vida: la enfermedad.
A las seis, ya ni el café hace efecto y la máquina te aconseja:" no tomes más", mientras buscas monedas en el fondo del bolso.
Esta vez me perdí el primer acto y la ambulancia.
A las ocho te derrota el sueño y ya amanece.
Una sucesión de idas y venidas y de puertas abiertas y cerradas distrae el momento.
Los primeros protagonistas del turno de mañana ocupan sus localidades y los enfermos se comienzan a agolpar en los pasillos.
A las diez, con el veredicto bajo el brazo, sales de la sala de espera y desciendes por la avenida, ya sin saber, que no será la última vez que te encuentres con la sonrisa del vendedor del cupón, antes de descender a los infiernos del metro.
Fantástico relato, homeless: ¿por qué será que, casi siempre, las mejores historias son también las más tristes?
ResponderEliminarPorque te las dicta bajito al oído el corazón.
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