Tinc el gran honor i el gran plaer de convidar a un gran amic, a un gran escriptor: l'Òscar, a aquest calaix-aplec de lletres i de pensaments. Vam compartir un curs de literatura a les Golfes del Golferichs i els dos ens vam animar a presentar-nos a un concurs literari del barri de St. Antoni. Vam compartir moltes hores d'il.lusió i xerrada literària.
Fa uns dies li vaig demanar que m'enviés un dels seus textos i ell m'ha regalat un dels seus tresors. Espero que us agradi tant com a mi i que ho gaudiu molt.
Gràcies Òscar.
El verso perfecto
El tiempo es relativo. Los mejores años de tu vida pasan en un suspiro y cuando quieres darte cuenta, ya peinas canas. Dejas de ser el mismo y cualquier caída tonta te rompe una pierna por tres partes. Y entonces, las horas, las semanas de recuperación, postrado en una cama de hospital son relativamente eternas. Sensiblemente eternas.
Toda mi vida la he dedicado a escribir. He publicado varias novelas y algún libro de poesía. No soy un gran escritor pero sobrevivo con ello, y para mi eso ya es más de lo que hubiese podido imaginar. Adoro escribir, es lo que he hecho siempre. En cualquier momento, en cualquier lugar, cualquier cosa que pase por mi mente, cualquier idea que valga la pena materializar en un trozo de papel. Papel y tinta, escaso equipaje. Siempre los llevo encima. Bueno, casi siempre.
Cierta noche de aséptico insomnio, a los pocos días de mi ingreso, abandonada toda tentativa de conciliar el sueño, decidí dedicarme a juntar palabras hasta caer rendido. O, al menos, es lo que creía. Porque, para mi sorpresa, no tenía ni un triste folio en blanco, ninguna libreta vacía. Busqué y rebusqué en mis bolsillos pero, con aquella desesperación de las dos de la mañana, tan sólo hallé una pequeña hoja de papel con una lista de la compra olvidada escrita en una cara. La contemplé irritado y estaba a punto de arrugarla y hacerla volar hasta la papelera cuando una idea cruzó mi mente. ¿Qué pasaría si nunca más volviera a disponer de otra cosa para escribir que aquel pequeño trozo de papel? ¿Para qué lo utilizaría, sabiendo que es el único? ¿Qué anhelo, pensamiento, pequeña historia plasmaría en él? ¿Qué palabras elegiría para llenarlo?
Empecé a darle vueltas a aquella idea y, finalmente, decidí escribir un poema, el más bello poema que pudiese condensarse en tan escasos versos: el poema perfecto.
Comencé por plantearme sobre qué tema versaría mi obra. ¿El amor? Demasiado manido. ¿La belleza? Quizá un hospital no sea el mejor sitio para inspirarse sobre ese tema. ¿El dolor, la tristeza, las miserias humanas? Me considero una persona bastante positiva, por lo tanto, mi idea de la perfección no es precisamente pesimista. Debía escribir sobre algo más positivo, algo que, en el breve lapso que durase su lectura, embargase al lector con un sentimiento profundo, intenso. Bien es cierto también que los sentimientos más fuertes, los que más transmiten, suelen ser más bien negativos: el dolor, la tristeza, el odio,… A menudo son los motores más potentes de los actos de los hombres y pervierten y contaminan las emociones más puras. ¿Acaso el amor, cuando es tan vehemente, no conduce casi siempre hacia la destrucción más devastadora? ¿No es acaso el dolor, lo que nos lleva a cometer los actos más atroces? Pero no. Decidí desechar de mi mente pensamientos tan negros. No quería que mi poema fuese una oda a la muerte. Quería transmitir algo más poderoso, más allá del bien y el mal, aunar lo bello y lo horrendo en escasas palabras, la luz y la sombra. Sí, si quería componer el poema perfecto, debía incluir algo de ambos mundos cuya mezcla, por otra parte, es la que rige nuestra existencia.
Suspiré cansado, contemplé aquel pedazo de papel en la penumbra de mi cuarto y a punto estuve de romperlo y olvidar todo aquel asunto. Aquella era una tarea imposible, al menos para mí. No me sentía capaz de destilar en tan poco espacio la esencia del mundo, de comprimir todo lo que podía decir sobre…
Desperté a la mañana siguiente, con la pequeña hoja todavía en mi mano. Al final, me había quedado dormido. Recordé mi propósito de la noche anterior y, ahora, a la luz del día, me pareció casi ridículo, algo totalmente utópico. Me reí de mi propia inocencia. ¿Cómo iba yo a ser capaz de componer algo tan sublime? Abatido, convine que estaba fuera de mi alcance. ¿O no? ¿Porqué abandonar la carrera antes de empezar? ¿Porqué dar por perdida la lucha sin presentar batalla? Me propuse seguir adelante mi tarea. Durante las semanas de convalecencia dentro y fuera del hospital, rodaron por mi mente cientos de versos, miles de combinaciones de sustantivos y adjetivos, de verbos y adverbios. Uní rimas asonantes, versos de métrica imposible. Busqué en todos los libros de poesía que había leído alguna referencia, un punto de partida. Releí y descubrí a grandes y pequeños autores, intenté aprender de todos ellos para luego conformar mi propia visión. No saqué nada en claro, nada que pudiera satisfacer mis ansias. Poco a poco, me fui retrayendo, ahondé en mi ser buscando y buscando, exprimiéndome, arrancándome las entrañas y revolviendo en ellas. Rememoré recuerdos sepultados en mi mente, sentimientos que ni yo sabía que estaban ahí: amores y odios. Reviví momentos dulces y felices y trágicos y horribles. Afronté mis miserias y todo aquello a lo que siempre había temido, todo lo que nunca hubiese querido admitir, pensar, vivir, sentir, sufrir, afrontar. Mis temores, mis miserias.
Repasé mi vida y mi mundo, toda mi existencia pasada y presente. Pasaron los días, los meses, y yo me hundía más y más en mi mismo y en mi impotencia para llevar a cabo lo que me había propuesto.
Y llegaron las dudas sobre mi habilidad para escribir y sobre mí mismo. Saboreé el fracaso más estrepitoso en forma de la otra cara en blanco de una mísera lista de la compra. Era imposible, era incapaz de arrancarme ni una sola letra con la que llenar aquel espacio tan mínimo que cabía en la palma de mi mano. Y caí en la más amarga indolencia. Me aparté de mi familia y de mis amigos, me recluí en mi casa incapaz de enfrentarme al mundo. Vi pasar mis días aferrado a una hoja vacía.
Cuando ahora pienso en aquel tiempo me parece todo tan absurdo… ¿De qué sirve desperdiciar esta existencia tan corta buscando la perfección, si con ello dejamos de vivir, de sentir la vida? ¿De qué sirve intentar alcanzar lo sublime si sólo somos una amalgama de imperfecciones, de contradicciones, de aristas toscas y formas inciertas? ¿Para qué intentar explicar en un puñado de palabras el sabor del amor, el olor del mar, la caricia de una melodía, el sonido de la felicidad, la visión de la vida, si con ello dejamos de percibirlos? ¿Cómo comprimir en una única cápsula todo el universo y mostrárselo al mundo? ¿Se pude conseguir con herramientas tan burdas como el lenguaje que usamos? ¿Puede plasmarse en un papel el color de un sueño? Y lo más importante, ¿es necesario? No, absolutamente no.
Finalmente, decidí que no valía la pena. Ya lo dije al principio, soy un ser positivo. Y también pragmático. Retomé mis antiguos proyectos, menos excelsos pero definitivamente más gratificantes para mí. Puede parecer conformista, yo lo llamaría realista, más bien. De todos modos, uno debe conocer y reconocer sus limitaciones. Mi descenso a los infiernos (mis propios infiernos) me sirvieron para explorar y cartografiar la selva de mi alma, antes salvaje y desconocida, que a punto estuvo de engullirme. Y ahora puedo reconocer sin vergüenza que no puedo escribir el poema perfecto, que no soy un gran escritor, ni falta que me hace. Tan sólo soy un simple ser humano.
Ah, por cierto, todavía guardo, un poco arrugada, la lista de la compra. Nunca se sabe para qué va a necesitar uno un trozo de papel.
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