Jordania es un libro de historia abierto, cuna de las civilizaciones y asentamientos humanos más antiguos del mundo. Adentrarse entre esas páginas te descubre una realidad diferente, un día a día marcado por ciertos episodios religiosos que la han llevado a denominarse Tierra Santa y unas gentes que conviven en paz.
Mi primer contacto con este país fue su capital: Amman (dos millones de habitantes, caóticamente estructurada), como otras veces el bullicio de las calles, los cláxones de los coches, el constante ir y venir de los autobúses me han atrapado y me han transportado entre sus mercados, sus monumentos romanos (teatro, ninfeo, ciudadela y odeón), un estupendo museo arqueológico con ejemplos ancestrales, a sus mezquitas…
El día se convirtió en un paseo histórico-monumental para finalizarlo con un té con menta y una puesta de sol que nos despidió de la ciudad.
Ese encanto que no alcanzó a describir pero que te arrastra y se conserva en la memoria por mucho que uno quiera desprenderse de él.
Todavía retumba en mis oídos los sonidos de Amman y el imán llamando a la oración me emociona en las madrugadas. El silencio a voces de su vida.
Los días en ruta nos dieron a conocer pedacitos, degustaciones de sus ciudades, sus centros históricos y de su naturaleza.
También estos días en ruta me llevaron a interactuar y conocer a gente muy interesante de mi país, viajeros culturales, viajeros exploradores, viajeros de otros países (Brasil, Argentina,…). Con todos ellos, con esas maravillosas personas, he compartido unos días de charlas, de comentarios, de vivencias, de shishas, de experiencias que llenan un poco más mi espíritu de esa cierta libertad, de ese cierto respecto y espacio que nos identifica a los viajeros.
Espero llegar a compartir algún intercambio de fotos con ellos y alguna cena de esa espectacular cocina jordana para rememorar esos momentos.
Los alrededores de Amman están sembrados de pequeñas joyas, pequeños momentos del pasado que disfrutar. Desde sus castillos del desierto que nos hablan de la ruta de la Seda y otras rutas comerciales y de cómo la gente vivía y disfrutaba, los mosaicos de Mádaba que nos dan a conocer los territorios santos de la época, el Monte Nebo, desde dónde Moisés vio la Tierra prometida que nunca pudo llegar a pisar, el castillo de los cruzados de Karak que marcó las luchas religiosas entre cristianos y musulmanes, el valle del Jordán dónde Jesús fue bautizado, el Mar Muerto o Mar de Lot, fuente de sal y salud, que te provoca una sensación extraña al nadar en sus aguas y comprobar en tus propias carnes su salinidad. Ese lugar en dónde se encontraba Sodoma y Gomorra y que dejó convertida en estatua de sal a la mujer de Lot.
La ciudad de Jerash, la ciudad romana más impresionante y mejor conservada que he visto nunca, creo verme pasear e imaginarme a esas gentes. La ciudad costera de Aqaba, el mar Rojo y a pocos metros Palestina (nunca nuestro guía Raed ha mentado la palabra Israel, con esa conciencia que les pesa sobre una tierra próxima cargada de conflictos).
El valle del Wadi Romi, paisaje desértico y de montañas de formas espectaculares.
Y para finalizar este recorrido dos maravillas que no voy a poder nunca olvidar: Petra y el desierto de Wadi Rum.
Petra es el legado del pueblo nabateo, un pueblo árabe trabajador que se estableció en el sur de Jordania hace más de 2.000 años. Dos mil años, uno no se da cuenta en un primer momento de lo que representa esta cifra, pero cuando descubre los edificios que llegaron a construir, las canalizaciones de agua, sus tumbas y monumentos, sus templos, uno se siente diminuto ante la capacidad de creación de esta civilización que tengo que estudiar en profundidad. Una mota de polvo en el camino. A esto se ha de añadir la maravilla del paisaje natural, el desfiladero del Siq, un lugar de ensueño.
Esta ciudad esta declarada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad.
El monumento más famoso es el Tesoro, que aparece al final del Siq y el otro monumento que no se puede dejar de visitar aunque requiere una excursión de 950 escalones, es el Monasterio (Ad Deir). Aquí todavía la sensación de pequeñez ante un paisaje maravilloso te hace más insignificante.
Un recorrido de 16 km que no para de sorprenderte.
La visita durante el día resulta impresionante pero la visita de noche, a la luz de 1.800 velas que la alumbran la convierten en una experiencia inolvidable. La música del pueblo beduino y un té forman parte del ritual que aunque no de una espectacularidad clara demuestra un misticismo y un encuentro con la naturaleza que no deja de poner los pelos de punta.
No puedo decir nada más, todavía impactada por las imágenes que ha captado mi retina durante estos días, esas rocas, esas formaciones, esas montañas…
Wadi Rum, yo lo denomino el desierto Rojo, por la calidad y color de su arena, grandes extensiones de dunas y de arena combinado con montañas altísimas que los escaladores se empeñan en conquistar. Esas montañas de hasta 1.750 metros de altura que aparecieron tras un accidente natural y que fueron testimonio del paso de Lawrence de Arabia (T. E. Lawrence) y el príncipe Faisal Bin Hussein durante la Revolución Árabe contra los otomanos en la Primera Guerra Mundial.
No hay palabras, hay que verlo, empaparse del desierto, de las nubes surcando el cielo, de las haimas y los camellos sembrados en nuestro recorrido.
De vuelta a casa, queda esa sensación de que nunca podré olvidar estos sitios, ni a mis compañeros, que el desierto me ha invadido para no dejarme nunca. Para mantener siempre en mi recuerdo estos lugares de un país extraordinario.
Y…